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viernes, 12 de marzo de 2010

JOSEFINA PLÁ - APUNTES PARA UNA APROXIMACIÓN A LA IMAGINERÍA PARAGUAYA (SEGUNDA PARTE) / Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY.


(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
APUNTES PARA UNA APROXIMACION A LA IMAGINERIA PARAGUAYA
(Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY - BVP)
.
PARTE SEGUNDA
1. LAS IMAGENES Y LAS MATERIAS EMPLEADAS
2. IMAGENES DE ARMAR Y VESTIR
3. CRUCES
4. PEANAS
5. HUECOS
PARTE SEGUNDA

1. LAS IMAGENES Y LAS MATERIAS EMPLEADAS
Las imágenes tridimensionales fueron en un principio de materiales duraderos: los metales nobles – plata, oro – figuraban entre ellos. El hecho de que la madera fuese el material de la cruz, y seguramente también otras razones de orden práctico diverso, dieron vigencia a esta materia, desde fecha ya lejana, como utilizable para imágenes. Otros materiales – barro, plomo y yeso – tardaron muchísimo más en ser aceptados, aunque ellos, e inclusive la cera, fueran admitidos también desde el Renacimiento o antes como material para bocetos o modelos previos.
Tampoco surgió la idea de realizar imágenes que no fuesen real y verdadero trasunto humano, realística, hasta fecha avanzada. Las imágenes podrían ser de diversos materiales, pero fuera el que fuese éste, debían representar acabadamente la figura más o menos sintetizada, pero fiel a su carácter según los requerimientos litúrgicos, y estricta en lo que afecta al realismo somático.
Por razones obvias, la imagen en piedra existió también desde muchos siglos atrás, y la talla religiosa en piedra hizo los tesoros artísticos de las catedrales, basílicas, templos y oratorios medievales. Tampoco se puso reparo a la "pintura" en mosaico, de lo cual nos han llegado ejemplos tan bellos como los de los mosaicos de Ravena. Los Crucificados de oro, plata, marfil, existieron desde muy antiguo.
La necesidad de multiplicar y hacer portátiles las imágenes para ponerlas al alcance del pueblo cristiano, dio origen a la imagen en un material considerado noble y de fácil movilidad: la madera. Esta fue característica del mundo cristiano occidental, como el lienzo pintado fue preferencia bizantina. Y la imagen en madera se multiplicó y llegó a los más humildes hogares dando vida a infinitos talleres, en España e Italia principalmente. La talla en madera florece hasta fines del XVIII o principios del XIX, cuando empieza a decaer, en virtud de circunstancias no analizables aquí.
En virtud de esas circunstancias diversas, entre las cuales acaso se cuente la pobreza creciente de los talleres enfrentados a la escasez del material, o a la mano de obra idónea y ante la necesidad de ahorrar tiempo, se hicieron necesarias también ciertas soluciones.
Es verdad que la figura humana en los Santos, ya de cierto tiempo atrás había aparecido abreviada digámoslo así, es decir, bajo la forma de busto o torso; testigo, la escultura clásica. Desde luego, en la persona, sea santa o no, son siempre la cabeza y las manos las partes expresivas por antonomasia. Aquellas en las cuales, y por excelencia en la cabeza, reside el Espíritu. Así bastaría, para caracterizar la imagen, la cabeza; y por deducción lógica, al tratarse de una imagen de cuerpo entero, la cabeza, las manos e inevitablemente, los pies.
Las demás partes podían ser imaginadas, suplidas por la fantasía bajo una vestimenta menos sólida sin duda que la madera, pero más fácil de conservar y abierta a la fantasía, mediante los cambios periódicos o no. Aquí es donde hacen su aparición las imágenes de armar y vestir.

2. IMAGENES DF ARMAR Y VESTIR
Por el vocabulario que acompaña a este ensayo sabemos que imágenes de armar o vestir eran aquellas que salían del taller original terminados sólo la cabeza, manos y pies, y en algún caso los brazos (si eran desnudos como San Onofre) y hasta las piernas (caso de San Roque o San Isidro que llevan sayo corto). El resto del cuerpo se resolvía, en las imágenes de vestir, en un par de conos truncados y unidos por las bases menores, allí donde se daba por situada la cintura. La vestimenta de lienzo, paño, seda, brocado, etc., se encargaba de dar a la figura su acabado y forma definitiva. En las de armar, la cabeza, manos y eventualmente los pies, se acoplaban a un armaje de varillas ensambladas en forma tal, que, cubierto ese armaje de un hábito, túnica, etc., surtiese el mismo efecto sorprendentemente realista, gracias al ingenio femenino.
En efecto, colocar sobre esas armazones las vestiduras auténticas y ricos tejidos (que se cambian a veces con motivo de fiestas solemnes, festejos patronales, Semana Santa o Navidad) se encargaban las damas de las cofradías femeninas, compuestas en esos tiempos casi en su totalidad por señoritas que habían llegado a los 25 ó 30 años (edad entonces punto menos que paleolítica) sin casarse, y para quienes el cuarto de siglo cumplido significaba el adiós a toda esperanza de matrimonio. (De aquí proviene el dicho archioído de "quedarse para vestir santos", aplicados a las solteronas).
Ahora bien, el prurito de cambio, el deseo de poseer una imagen de vestir, cuando tener una se puso de moda (también en estas cosas de santos la hay) no tardó en cruzar el mar y contagiar a los devotos de este lado del gran charco. Las primeras imágenes de este tipo fueron por supuesto importadas, Y como tales, objeto de curiosidad, de atención y emulación. La novedad asignaba a esta clase de imágenes un atractivo superior a las de "simple" talla, simplemente por las ocasiones que brindaba a explayarse la riqueza, el gusto o la imaginación y hasta la vanidad, de los dueños, en ellas desplegados (vestidos de brocato, de terciopelo, de seda; mantos idem; bordados en seda, en oro, plata; aljófar, cenefas, cintas de seda y de laminado, encajes, etc.). Y se dieron muchos casos en que poseedores de imágenes de talla, buscando no ser menos que el vecino, hicieron garlopar sus "santos" para convertirlos en imágenes de vestir, estropeando de pasada paños de magnifica talla.
Es fácil diagnosticar esos casos; basta observar la forma del cuerpo de las imágenes que en ese estado nos llegan. El paso de la garlopa se hace evidente sin esfuerzo, en los restos de talla que permanecen intactos en el busto y muslos abajo. Han desaparecido – de las axilas a las caderas – relieves, pliegues, vuelo de paños, para dejar marcada en su lugar una cintura no siempre acorde con los reglamentos vigentes para la elección de Miss Universo, pero siempre efectiva.
Esta garlopeada fue también el recurso al cual acudieron, en casos no infrecuentes, los dueños de la imagen, para no darla del todo por perdida tras un considerable deterioro por el fuego u otros agentes. Se la transformaba en imagen de vestir, y ella seguía en su puesto, tan campante.
También se dan otras formas de "transfiguración". Una imagen cuyo cuerpo ha sido destruido, dejando sólo intacta la cabeza, puede seguir siendo objeto del culto. A este propósito cabe recordar la interesante cuestión que se produjo a mediados del siglo pasado y llegó hasta al Obispado de Asunción, sobre si era lícito o no el culto que en una iglesia de campaña se dedicaba por entonces a una imagen de la cual sólo quedaba la cabeza. El dictamen fue que, de acuerdo a los cánones, ese culto era válido, ya que en la cabeza se asentaba lo esencial de la figura como representación de una entidad espiritual. Conclusión lógica, pues de otro modo habría quedado ipso facto anulada la efectividad litúrgica de las imágenes de armar.
Conocedores de este principio u obrando simplemente a nivel de intuición (lo primero, a través de confesores y otros sacerdotes consultados, lo segundo es más probable) los propietarios de una imagen en tal estado utilizaban la cabeza y con ella y unas manos de encargo, la "armaban" para seguir tributándole culto. Y – y aquí viene lo curioso del caso – a veces ya no con el mismo carisma, sino otro; introduciendo en el ropaje alguna transformación en los colores litúrgicos; y por supuesto, en los detalles o atributos representativos.
A este respecto recordamos la costumbre, que se hizo extensa en la colonia, y no sólo en el Paraguay, de utilizar pinturas de la Virgen para obtener un San José (con el Niño en brazos) mediante el expeditivo recurso de añadirle a Santa María bigote y barba; o transformar retratos de Isabel la Católica en imágenes de Nuestra Señora, con la simple atribución de una corona de estrellitas (recuérdese que los retratos de Isabel la Católica ofrecen el trabajo hecho, por así decirlo, ya que se la representa con tocas).
Que el origen de las imágenes de armar o vestir estuviese en la falta o escasez eventual de madera idónea, pudiera tener una confirmación en el hecho de existir en estas imágenes una variante; las vestidas en una forma escultórica de carácter temporal; o para decirlo de otro modo, con vestidos no tallados, pero sí modelados en una materia rígida, relativamente duradera e invariable (Este procedimiento servía también para seguir utilizando eficazmente las imágenes de las cuales sólo quedasen cabeza y manos).
Para lograr dicho efecto el lienzo proporcionaba materia adecuada mediante un proceso de elemental "plastificación". El tejido, "preferentemente lino", previamente sumergido en estuco, es decir, empapado en una lechada fraguable (yeso diluido en cola) colocado convenientemente de modo a simular los pliegues de la túnica o del manto (y no se crea que este modelado era "grano de anís", se requería mano de artista para hacerlo) (15) aseguraba a la imagen esa apariencia permanente, y con ella la supervivencia y la continuidad del culto.
Las reparaciones realizadas con el objeto de paliar amputaciones masivas o pérdidas de volumen (éstas menos frecuente) (16) no añaden por cierto valor a la imagen. A lo sumo son testimonio de una preocupación religiosa y formalista.
Seguimos conforme a lo propuesto en su lugar, con las observaciones sobre cruces, peanas, huecos.

3. CRUCES
Las cruces merecerían ellas solas un largo estudio. Hay cruces sin Cristo y Cristos sin cruces. De las primeras, no puede decirse que siempre hayan sido extensas; para afirmarlo con seguridad hay que fijarse si en sus maderos no ha quedado de una u otra manera testimonio de que en alguna ocasión llevaron el Crucificado.
Si lo llevaron, los clavos, sean ellos de madera o de metal, han debido dejar su rastro: aunque haya que tener presente por otro lado que ha habido – y aún se encuentran – Cristos atados al madero mediante realísticos piolines de caraguatá. Pero aún teniendo en cuenta esta circunstancia, si una Cruz es historiada, es decir, en nuestro ámbito, si lleva adornos decorativos (anecdóticos) puede darse como seguro que haya sido labrada como Cruz exenta y si ofrece rastros de haber llevado el Crucificado, sólo posteriormente le ha sido añadido. En las cruces no historiadas, el segundo caso es difícil, si no imposible, de resolver, ni aún suponiendo que la cruz no ofrezca rastros y el Crucificado aparezca atado, no clavado: aunque este detalle podría aparecer como fuertemente sospechoso.
La Cruz es por sí misma símbolo capital, con sus propios valores litúrgicos, y puede por tanto existir sin el Crucificado; en tanto que éste, por razones obvias, no tiene otra opción para su vocación litúrgica, que pender de una cruz, a menos que se trate de Cristos yacentes (de los cuales había por lo menos uno en cada iglesia). Cristos de miembros articulados, que podían hacerse pender de una cruz para realizar, a lo vivo, el Descendimiento, el Viernes Santo, trasladando el cuerpo, descolgado nuevamente, a las andas. Estas, trabajadas también con esmero, se guardaban el resto del año en las sacristías, con el cuerpo de Cristo en ellas yacente.
Para concluir – y para agotar de una vez las posibilidades – el hecho de que una cruz ofrezca tres (o cuatro) agujeros, debidos notoriamente a clavos, no es prueba absoluta de que su destino al ser tallada fue servir de apoyo al Crucificado; bien pudo ser, durante un primer periodo de su existencia, cruz exenta y verse luego convertida por la circunstancia en Cruz de Crucificado. Un ejemplo flagrante de esto lo da el Crucifijo del Obispo Palacios (17), Cristo cuya cruz no es la original, y que antes de llevar a este Cristo no sostuvo otra imagen alguna; perteneció sin duda a un oratorio particular, a un altar o retablo menor de iglesia parroquial; o al único de un Oratorio. Discernir – en ausencia de documentos – si el Crucificado que le fue añadido fue uno que había quedado huérfano de cruz, o si fue tallado expresamente para esa cruz, no es materia de resolver mediante un sencillo cotejo de aparentes épocas entre la cruz y la talla; la cruz puede teóricamente ser casi tan moderna como el Cristo, pues esas cruces siguieron haciéndose hasta bien entrado el XIX, y no es difícil que se hayan seguido haciendo en la posguerra. (En lo que a la cruz del Obispo Palacios afecta, es casi seguro que el Cristo es más moderno que la cruz y que fue mandado hacer para ésta).
Y finalmente es posible también hallar cruces que ostenten esos agujeros y que ya no llevan sin embargo al Cristo al cual fueron destinadas al surgir a la vida litúrgica; el Cristo, accidentalmente separado de ella se perdió, o se deterioró del todo. De todo esto se concluye que existe un porcentaje difícil de apreciar – no muy elevado sin duda, pero que hay que tener siempre presente al examinar una de estas imágenes – de Crucificados en las cuales Cruz y Cristo no nacieron simultáneamente, sino que realizaron su encuentro en fechas posteriores a las de su creación respectiva. Y que conviene examinar cuidadosamente este extremo, pues aunque en la infinita mayoría de los casos, resulta imposible extraer del hecho conclusiones útiles para el análisis de una situación artesanal, servirá ese examen por lo menos para historiar el crucifijo y discriminar los valores artísticos de sus elementos, ya que éstos pueden diferir entre sí.
Prescindiendo de los Cristos, cuyo análisis artístico pertenece a otra sección de estos apuntes, diremos ahora algo de las cruces como objetos artísticamente independientes, reiterando la advertencia de lo necesario que es examinar estas últimas y estudiar la relación que existe entre sus partes – árbol y peana – y entre éstas y sus detalles decorativos: relieves, pinturas, etc., y los remates de la misma cruz. Entre unos y otros debe existir (más acusada, conforme más antigua la cruz) una exacta correspondencia estilística y de "mano".
Los brazos de la cruz aparecen casi infaltablemente rematados por motivos de variable composición, diseño y valor artístico, folklórico o material. Si la cruz es bastante antigua – anterior a la Independencia – la relación entre remates y peanas suele ser bastante exacta. Ello es debido a que hasta esa época más o menos la fidelidad a los modelos podía verse cumplida sin esfuerzo, ya que esos modelos se daban a la medida necesaria.
Más tarde y a compás de la circunstancia, conforme las facilidades fueron desapareciendo, el artesano, librado a sus propios medios (o simplemente considerándose menos sujeto por el rigor de la disciplina de copia) y en su ignorancia de estilos y motivos propios de cada uno de éstos, mezcló unos y otros, o los interpretó a su modo. Así nos hallamos luego en presencia de variaciones de dichos elementos. Algunas pueden atribuirse a la imaginación del artesano. Otras, cabrían bajo el rótulo versión o derivación de motivos tradicionales.
El remate más corriente, por lo sencillo tal vez, es el trifolio, que recuerda o reproduce un antiguo motivo gótico: la flor de lis, símbolo de la pureza. (Y puede ser también una alusión a la Trinidad).
Otras veces el remate lo constituyen dos o cuatro hojas simples (siempre número par) las cuales cobijan un ramito de flores; generalmente tres capullos o rositas rojas. A veces el motivo del remate es una especie de pequeña escala o sucesión de graditas – mejor molduras – que reproduce el diseño de la peana; es un remate estilísticamente congruente y que garantiza por sí mismo, si es de una misma mano que aquélla, la autenticidad total, y, por supuesto, de la peana; es decir, su realización gemela con la de la cruz misma; ya que no es muy probable que esa fidelidad estilística haya soportado airosamente la prueba de una sustitución.
Algunas cruces de tamaño mediano o mayor llevan como remate piezas de metal – cobre o plata – labrados en motivos diversos; en algún caso de sabor mozárabe o estilo gótico, lo que puede eventualmente asignarles procedencia foránea.
Quizá hubo, de éstas, más de las que hoy se ven; pero no debe olvidarse que la plata es metal valioso, aunque no tanto como el oro; y que como éste, pudo tentar a la codicia o constituir seguro económico para las familias en apuros, como sucedió con las coronas y halos.
Las cruces ostentan todas su INRI; lleven o no crucificado. Este INRI aparece en formas ligeramente diferentes. A veces el INRI se encierra en un encuadre que sugiere la forma de tablilla. Otras veces es una cartela que se desenvuelve en forma ilógica (los rollos siguen direcciones divergentes) o lógica (las curvas del rollo siguen direcciones convergentes). Las letras INRI, si se conservan en estado original y no han sido repintadas (lo cual no puede asegurarse a la ligera, a menos de tratarse de cruces recientes) pueden dar fe de la edad de la talla.
Ahora bien, las letras que componen esta inscripción no siempre aparecen diseñadas en la misma forma. Las variaciones observadas son:
a) Las cuatro letras aparecen contiguas sin signo interpósito alguno; así: INRI.
b) Las cuatro letras aparecen separadas por sendos puntos, así, I.N.R.I. Esta sería la forma más ortodoxa, ya que cada una de esas letras corresponde a una palabra: IESUS NAZARENUS REX IUDEORUM.
c) Entre las dos letras primeras y las dos últimas, separadas o no por puntos, aparece un signo que unas veces es una cruz y otras una a manera de asterisco o estrella, que separa esas dos partes de la inscripción.
Esta disposición, por heterodoxa que parezca, no garantiza la antigüedad de la cruz; en cruces recentísimas aparece esta misma disposición de la cartela, con todos sus detalles: es simplemente consecuencia de copia.
Las cruces con los símbolos o instrumentos de la Pasión son relativamente frecuentes. Tampoco son raras las que ostentan en el cruce o intersección de los brazos la Triple Faz, símbolo de la Trinidad.
Estos crucifijos no son litúrgicos, es decir, aceptados para el culto, por lo cual no es de presumir puedan haber sido realizados en el área misionera. A menos que los hayan sido con posterioridad a la salida de tos jesuitas; cosa tampoco probable, ya que si hubo emigración de tallistas, ella fue de las Misiones a la colonia, y no viceversa.
Los modelos para estas cruces vinieron del Altiplano; y en su origen debemos, lógicamente, suponer fuesen cruces exentas; ya que de haber llevado el Cristo, el cuerpo de éste habría vuelto inefectivo el despliegue de motivos de la Pasión, en el árbol.
Respecto a su origen, acentuaremos una hipótesis. Es lógico, una vez más, que al tratarse de cruces que debían impresionar por sí solas se procurase hacerlas lo más bellas posibles; y propio también que se pensara en adornarlas con símbolos o motivos que más la atañesen y diesen significado. Y así surgieron esas cruces adornadas con los símbolos de la Pasión. La cruz es siempre símbolo capital; merece se la adorne y magnifique; máxime cuando que el Crucificado, que era la razón máxima de la presencia de la Cruz, no se halla presente.
Con frecuencia se hallan estos símbolos simplemente pintados a témpera; otras veces se los ve realizados en papel dorado o plateado; completando el diseño en algunos casos con tinta, y todo sobre fondo azul, y protegidas los diseños por vidrio o laminillas de mica. (Estas últimas son las más antiguas, en algunos casos, del número de las importadas).
Este decorado a base de papeles dorados, plateados y protegidos por vidrios no es frecuente; aunque tampoco excepcional. Y esta clase de decorado no se halla sólo en cruces sino también, aunque rara vez, en otros detalles, como peanas. Es un detalle que, original o añadido, no asigna a la cruz fecha muy antigua.
El hecho de que un Crucificado ofrezca una peana al parecer coetánea de la cruz, no garantiza, sin embargo, como ya se ha dicho, en forma absoluta, que el crucifijo sea en sí mismo una pieza homogénea, es decir, obra realizada de una sola vez y por el mismo artesano. La sustitución de Cristos y de cruces no ha sido infrecuente, ni ha cesado aún. Y en algunos casos, como sucede con el caso mencionado del Obispo Palacios, ese desfase de cruz y Cristo como entidad artística puede ser total.
Por tanto, al apreciar un crucifijo, se hace indispensable observar los otros aspectos enumerados al principio, o sea analizar las tres partes que lo componen; comprobar si peana, cruz y Cristo (en los casos de Crucificado), cruz y peana (en los otros) se corresponden estéticamente y cronológicamente.
Y en caso contrario, tratar de establecer entre sus elementos un orden cronológico.

4. PEANAS
Las peanas se ofrecen en varios tipos y formas:
a) Tipo pedestal, basa, zócalo, estilobato.
b) Tipo montículo, almohadón; (o, prosaicamente, torta).
c) Tipo historiado: anecdótico o litúrgico.
En el primer tipo o grupo de peanas entran; tanto las tipo grada o estilobato, como las en forma auténtica de pedestal columnario; o de basa, o de mesa de altar, y las artísticamente barrocas que pueden adoptar formas diversas, inclusive la de capiteles colocados, ya en su posición lógica, ya invertidos.
Las peanas tipo estilobato, o sea escalonadas en sus cuatro lados (a veces sólo en tres, la parte posterior aparece en ocasiones cortada verticalmente, tal vez procurando que ocupe menos espacio) son las más corrientes, y caracterizan sobre todo a la imaginería de los últimos tiempos, o popular (algunos santeros la simplifican al exceso, reduciéndola a sólo una tablita, con la cual, simplemente, parecen buscar dar a la imagen una base más amplia de sustentación, con vistas al equilibrio).
Estas peanas precarias no parecen obedecer en su disposición escalonada a otra regla que la que impone la existencia, por así decirlo, de recortes de madera disponibles.
Pequeños pedazos de tabla o de listón de distintos gruesos y dimensiones, posiblemente sobrantes de carpintería, se colocan recortados convenientemente de forma a construir una base, de superficie bastante como para garantizar la segura sustentación de la imagen, y de altura y disposición congruentes.
No hemos dispuesto de suficiente material diversificado como para llegar a la confirmación de la hipótesis según la cual las imágenes más antiguas de la Virgen deberían, en una u otra forma, ostentar siete gradas en la peana. En una que otra, se cumple esta condición; pero no debemos olvidar que ni aún en las más antiguas imágenes (de pequeño tamaño sobre todo) puede asegurarse la correspondencia cronológica entre imagen y sustentáculo.
El tipo de peana escalonada se observa sobre todo en las cruces. Carecen por completo de interés artístico, salvo en el caso de hallarse decoradas; pero como en estos pocos casos lo más frecuente es la repintura, tampoco esto les asegura, en forma absoluta, autenticidad. Tienen un valor estilística sin embargo, como cuando se corresponden con los remates de los brazos de la cruz (ya se observó en su lugar) y la combinación en la altura relativa de los peldaños puede resultar más o menos agradable o armoniosa.
En general, y sobre todo en piezas recientes, estas peanas representan un "pis aller" artesanal. Aunque en el fondo de su fórmula pueda hallarse la noción multisecular de los "peldaños o gradas" al Paraíso, la representación de los siete Sacramentos o de las siete Virtudes, la repetición las ha despojado de todo valor o intención simbólica, como lo demuestra el número de gradas, extremadamente variable, hoy.
La peana es en realidad y básicamente, un medio del que se vale el artesano para exaltar visualmente, es decir, de dar mayor importancia óptica, valorizar la vista de un Crucifijo pequeño, una imagen de reducido tamaño, algo parecido a lo que se hace con las pinturas de escasas dimensiones, que se encuadran en marcos anchos, para realzar su presencia; de otro modo podrían a veces pasar inadvertidos.
Las peanas en forma de pedestal o mesa de altar continúan la tradición de los pedestales clásicos o neoclásicos, y tampoco exigen gran despliegue de fantasía por parte del artesano, quien tampoco se toma, en el noventa y nueve por ciento de los casos, la molestia de pintar en ellos un motivo, sea éste floral o de otro orden.
A menudo estos pedestales, como los del tipo anterior, si alguna vez estuvieron pintados con cierta fantasía (lo habitual son motivos florales, ingenuos) han visto, por alguna causa, sustituida esta pintura, a partir de cierta fecha, por un marmolado de horrible gusto, que se ha utilizado asimismo en retablos de iglesias (como la de Caapucú en su ya no tan reciente y total refacción en 1959).
La peana tipo montículo o almohadón (que aveces, más prosaicamente recuerda medio queso o una torta, y es casi siempre irregular en su forma (generalmente más baja en la parte posterior). Se presenta como una consecuencia del naturalismo en la imagen a partir de 1750, y se prolonga en al artesanía paraguaya de hoy, aunque menos que el tipo grada (más conveniente para el artesano, puesto que ahorra tiempo, y quizá también material ya que se aprovecha cada trocito de madera). Esta forma de peana sin embargo representa la economía de esfuerzo aplicada a la escultura, en más de un sentido:
1) Es elaborada junto con la imagen y forma una sola pieza o masa con ella.
2) Elimina la necesidad de accesorios artísticos (relieves, pinturas, etc.). Se la pinta de verde (césped) o de un ocre que sugiere el suelo.
El santo afirma sus pies sobre la tierra (aunque no es posible dejar de lado la hipótesis de que esa forma pudo tener su remoto origen o inspiración en un cúmulo de nubes).
3) Además, asegura, por razones obvias, a la imagen un mayor equilibrio y seguridad en la sustentación, cualesquiera sea su función (es más pesado que la peana a gradas o escalonadas).
Las peanas tipo historiado o anecdótico tienen poca cabida en la imaginería en general, especialmente de pequeño tamaño. En realidad quizá no se la encuentre en más de un 5% de las imágenes, aunque la mayoría de las que puedan señalarse pertenecen al tipo que llamaríamos, de seguro impropiamente, litúrgico o más bien toréutico Es decir, aquellas que contienen elementos simbólicos inherentes a la personalidad de la imagen, y se relacionan con su culto.
Concreto ejemplo de esto es la imagen de la Inmaculada Concepción, en la cual la luna, la serpiente y los ángeles forman parte indisoluble y están trabajados siempre formando pieza con la figura de la Virgen. Aunque se diga que estos elementos son inseparables de la presencia litúrgica de esta Virgen, no es menos cierto que ellos se disponen configurando en cierto modo los contornos de una peana montículo y en algún caso constituyen la única peana de que dispone la imagen. En la mayoría de los casos no obstante esta peana obligatoria se apoya sobre otra que llamaríamos normal: tipo columnario, grada, o pedestal; lo que refuerza el significado toréutico de la primera.
En casos excepcionales (que pueden tener relación con la antigüedad y por tanto ocasionalmente con el valor histórico artístico de la imagen) esa peana cúmulo se apoya en otro tipo de sustentáculo, secundario en su papel físico pero importante estilísticamente a veces: pedestal barroco o capitel derecho o invertido.
Esta peana tipo barroco perfectamente reconocible, asegura en la mayoría de los casos cierta antigüedad; aunque en forma relativa respecto al origen: la respuesta ha de darla siempre su configuración artística (la imagen puede ser foránea o de ejecución local; jesuítica, franciscana o simplemente pos-misionera, resultado de copia de modelos previos). Quizá pudiera interpretarse este tipo de apoyo como una forma de transición.
Si la peana mencionada es contemporánea de la imagen, en suma, puede asegurarse que ésta no es posterior a1840. Sin embargo, es posible que la peana y la imagen pertenezcan a distintas épocas, en virtud de ese proceso de sustitución que parece haber sido ejercido ampliamente por sus propietarios como por los santeros restauradores desde hace mucho tiempo, y que se prolonga hasta hoy. Comprobarlo no es difícil. Si la peana forma cuerpo con la imagen, el caso está cerrado. Si forma cuerpo aparte, está abierto; y la conclusión han de darla simplemente los rasgos estilísticos y "de mano"’. Si ella (la peana) es posterior a la imagen, sus rasgos permitirán, otra vez, hacer deducciones por lo menos aproximadas.
Así pues, la peana es un detalle que conviene tener muy en cuenta al apreciar una imagen, considerándola como elemento complementario, no sólo, en su caso, de la intrínseca representación litúrgica de la imagen (por tanto independiente, y móvil o movible); sino como pieza de arte; y sin que esa diferenciación afecte a la imagen en su dicha presencia litúrgica, pero sí en cuanto a la definición de procedencia y a su apreciación artística e histórica.
Las peanas han sido y siguen siendo objeto de amputación (digámoslo así) remoción, sustitución (total o parcial) estableciéndose así un desfase estilístico y cronológico, que puede eventualmente llevar a confusiones. Al menos, respecto al origen o antigüedad de la imagen.

5. HUECOS
Existen bastantes imágenes, sobre todo en gran tamaño, cuya parte posterior ofrece huecos, con la consiguiente pérdida de materia. Estos huecos han sido realizados con esmero, cuidando de guardar un espesor más o menos uniforme en sus distintas direcciones. Hay imágenes en la cuales estos huecos aparecen irregulares, cavados toscamente. Es más que seguro que esta disposición es resultado de deterioros. Y en su origen el hueco ofreció una forma regular y bien terminada.
Los hay inclusive a los que, después de terminados, les fueron adaptados puertas o cierres, siguiendo la línea de las tallas del dorso (hasta ahora solamente se han comprobado huecos en imágenes cuyo modelado posterior es sencillo, casi plano) de manera que resultan invisibles a primera vista.
Alrededor de estos huecos, sobre todo cuando se trata de imágenes de gran tamaño, se tejieron leyendas pos-jesuíticas según las cuales ellos también tendrían por objeto servir a ciertos propósitos de los Padres. Estos, escondidos en esos huecos y hablando a través de ellos, simularían voces del más allá para mejor subyugar y controlar sicológicamente a los fieles.
De más decir que estas fábulas no se tienen en pie.
En primer lugar, algunos de los huecos aparecen también en imágenes de pequeño tamaño (treinta, cuarenta centímetros de altura) imágenes en las cuales no cabe pensar que pudiera esconderse algo mayor que un ratón no muy crecido.
En segundo lugar, aún en las imágenes grandes, el hueco no da en el mejor caso, para esconderse alguien mayor de dos años; y en tercer lugar, no existe comunicación ninguna del hueco con la cabeza, y en ésta la boca está modelada, pero no abierta; es decir, que la voz de alguien allí escondido más bien quedaría ahogada en la estrechez del encierro.
Esos huecos o agujeros tenían por objeto, por principio racional, disminuir el peso de la imagen; sobre todo si ella estaba hecha para ser colocada a cierta altura, donde su gravitación y equilibrio necesitaban ser bien ajustados y apuntalados; lo cual se lograba introduciendo, en esos huecos, elementos de soporte, aún rastreables en algún caso.
Así por ejemplo, la gran estatua de Dios Padre en la iglesia de Trinidad, que lógicamente ocuparía el coronamiento del presbiterio, y cuyo enorme peso, gravitando en ese punto clave, exigió sin duda la inserción de elementos sostén que proporcionasen, en función de palanca, el necesario contrapeso; y que lógicamente también, debían, por las más elementales razones estéticas, mantenerse ocultos a la vista del espectador.
Otros huecos menores se dan, como se dijo, en imágenes pequeñas, e inclusive en imágenes de mediano tamaño, obviamente al margen de esta fábula "oratoria" y sobre todo si esos huecos están cerrados esmeradamente. Las imágenes de esta clase sirvieron, en retablos secundarios o en oratorios particulares, para guardar el cáliz, las formas, etc., a manera de ingeniosos y adecuados sagrarios.
Estos huecos cerrados, por su parte, alimentaron también la fantasía de los ilusionados con la pasión de los tesoros; según ellos, los jesuitas escondían allí su oro amonedado... Quizá haya que atribuir a esta manía el deterioro de los huecos en imágenes grandes: habrían sido objeto de maltrato en búsqueda de secretos escondrijos.
Es verdad que en cierta época esos huecos en imágenes incaicas y mejicanas sirvieron, exportadas, para el contrabando de oro. Pero es obvio que acá no pudieron nunca tener ese objetivo, ya que se hallan sólo en imágenes de factura y de uso local; y en el Paraguay jamás hubo un gramo de oro que contrabandear. En todo caso, si hubo contrabando – de lo que no hay noticia, repetimos – él tuvo que haber sido de afuera para adentro...
Por razones fáciles de comprender, estas imágenes llevan en el detalle de su hueco la garantía de su antigüedad; pertenecen más bien a la primera mitad del XVIII que a la segunda; aunque no se descarta la fecha última para algunas. Puede observarse que se trata de imágenes realizadas con sumo esmero.
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Fuente: OBRAS COMPLETAS. VOLUMEN II por JOSEFINA PLÁ. HISTORIA CULTURAL LA CULTURA PARAGUAYA Y EL LIBRO © Josefina Pla © ICI (Instituto de Cooperación Iberoamericana) - RP ediciones Eduardo Víctor Haedo 427. Asunción – Paraguay 1992, 352 pp. Tel: 498.040 Edición al cuidado de: Miguel A. Fernández y Juan Francisco Sánchez Composición y armado: Aguilar y Céspedes Asociación Tirada: 750 ejemplares Hecho el depósito que marca la ley. VERSIÓN DIGITAL: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY - IR AL INDICE (Accesos directos).
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