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viernes, 19 de marzo de 2010

JOSEFINA PLÁ - LOS TALLERES MISIONEROS / Fuente: EL BARROCO HISPANO GUARANI. Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY.



EL BARROCO HISPANO GUARANI
Autor: JOSEFINA PLÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )

(Primera Parte)
IV
LOS TALLERES MISIONEROS


I. – Anonimato de la obra misionera
El arte misionero es un arte eminentemente anónimo. Para contar los trabajos autenticados sobran los dedos de una mano. Aún los propios maestros trabajaron en total anonimato; y si sabemos de las obras realizadas por Padres o Hermanos arquitectos, pintores y escultores, no es precisamente porque en esas obras aparezcan estampadas sus firmas, sino por documentos – Cartas Anuas, crónicas o informes de visitantes – que mencionan su trabajo. Sólo así, indirectamente, han llegado hasta nosotros los nombres de los realizadores de tales o cuales cuadros, imágenes o retablos. Son los cronistas, por ejemplo, los que nos informan de que el Hermano Verger pintó un cuadro de los Siete Arcángeles para la Misión de Tayaobá, y el de la Virgen de los Milagros que aún hoy se venera en Santa Fe; que el Padre Sepp realizó un retablo de la Virgen de Altoetting "al uso de su tierra", o que el Hermano Brassanelli fue el autor del retablo mayor de San Borja.
Ello tiene su explicación, harto comprensible. Para los jesuitas, la intrínseca importancia del retablo, del cuadro o de la imagen, no radicaba en sus valores artísticos – sin que esto quiera decir que no prestasen a éstos toda la atención posible – sino en su eficacia como instrumentos de un objetivo superior: la captación de almas y la confirmación en la fe. No era el arte por sí mismo lo que se procuraba estimular, sino el valor ilustrativo o didáctico de la obra. No había pues interés en destacar nombres o singularizar esfuerzos individuales, fomentando así la vanidad personal. Las actividades – del artesano o del artista – fuese éste jesuita o simple fiel sólo tenían importancia desde el punto de vista del propósito catequístico, primero; y de la dignidad y esplendor del culto, enseguida; o por mejor decir, simultáneamente. Tallar una imagen, pintar un retablo, grabar una estampa, en suma, eran simplemente sendas maneras de dar a Dios cuentas de los denarios que en forma de habilidad o capacidad había entregado a cada cual para administrarlos, de acuerdo a la parábola del Evangelio. El arte misionero, de este modo, se asimila al medieval, donde la personalidad del artesano se esfuma y carece de significación en presencia de la obra misma y su objetivo, la exaltación religiosa.
E inclusive y en rigor ignoramos la razón por la cual unas pocas obras misioneras, haciendo excepción a la regla, ostentan firmas. En estos raros casos conocidos, los nombres son de indígenas, no de jesuitas: Juan Yaparí en grabados, José Kabiyú en pintura. Quizá se quiso con ello premiar algún mérito excepcional. Tal vez se tratase de destacados caciques. (Sabemos que con éstos se tenía especiales consideraciones: sus hijos eran preferidos para el aprendizaje de la música, el canto y la danza y otras materias, aunque no fuese éste un privilegio exclusivo: "También se daba esta enseñanza a otros, si lo querían y pedían"). Pueden formularse otras hipótesis: bien pudieron ser en algún caso trabajos destinados a particulares que hubiesen exigido la constancia de autor; o se quiso, al autenticar con la firma la obra, dar un testimonio del grado de eficiencia alcanzado por cierto taller, o un individuo determinado, en dichas artes.
El grabado de Yaparí, único firmado entre las 47 láminas del libro de Nierenberg, sugiere esta última interpretación. En efecto, se trata de la efigie del entonces Prepósito General de la Orden, P. Tirso González. Sabemos que el libro en el cual aparece ese grabado (y del cual se ha dicho que es "el más perfecto salido de las prensas coloniales") fue enviado a dicho General, en Roma, encareciendo, al presentarlo, el hecho de que fuera obra "de unos pobres indios". La firma de Yaparí en el grabado tendría aquí pues el significado especial de un testimonio del éxito de la Orden en su tarea. Es posible encerrara también la intención de una ofrenda personal. Todas estas, sin embargo, repitámoslo, son conjeturas; y el número insignificante de piezas firmadas no invalida el hecho total y grandioso del anonimato de esta obra, que encendió con sus oros votivos la entraña de la selva virgen.

II. – Origen de los talleres
¿Cómo surgió la idea de establecer aquí talleres capaces, no solo de subvenir a las necesidades inmediatas y cotidianas de la comunidad, sino también de abordar las artesanías superiores y con ellas la suntuaria religiosa?... ¿Brotó en el pensamiento de los jesuitas in situ ante la verificación de las aptitudes necesarias en el indígena?... El hecho, entre otros, de que en 1616, a poco de fundada la Misión de Itapúa, hallemos al P. Verger allí trabajando y enseñando pintura y escultura, hace suponer que esa idea estaba ya incorporada a los proyectos de los jesuitas, al establecerse éstos en el área. Ello por lo demás resulta lógico, si recordamos: por una parte, que los misioneros llevaban por entonces ya años trabajando en el Brasil con los tupíes, hermanos de sangre y lengua de los guaraníes, y habían tenido oportunidad de aquilatar la inteligencia y disposición de ellos. Más todavía: al momento de iniciarse la fundación de estas Misiones, era Provincial el P. Diego de Torres, antes Superior, durante años, de la Misión de Juli, donde ya desde 1577 tenían los jesuitas instalados talleres que funcionaban con gran éxito en la ornamentación de los templos. Por otro lado, también a esas alturas históricas, había dado hacía rato el indígena guaraní muestra, en la propia colonia, de su capacidad para la adquisición de nuevas técnicas; y los jesuitas pudieron tener ya de entrada una idea de las posibilidades latentes en esa masa indígena y que sólo esperaban las adecuadas directivas para mostrar su efectiva dimensión.
Pero además, y esta es razón esencial, la instalación y funcionamiento de estos talleres eran parte integrante e indispensable del proyecto mismo de las Misiones como reductos autárquicos – centros económica, administrativa y socialmente autónomos – al cual se ajustó la labor de los Padres. Las Misiones debían autobastarse en todo lo necesario: ¿y qué cosa podía ser más necesaria en ellas que el esplendor del culto como cifra de la fe, esa fe que justificaba la existencia misma de las Doctrinas? Más todavía: aprender a levantar y decorar una iglesia, tallar sus altares y realizar sus imágenes, no eran para el indígena mero ejercicio artesanal más o menos hábil; eran la ocasión a un testimonio de fe: la construcción de la iglesia pasaba así de metáfora a hecho vital: el indígena se integraba en la creencia por la acción.
En lo que se refiere al modelo que los jesuitas tuviesen presente en el momento de organizarlos, es posible que en algún modo hayan seguido el patrón de los talleres monásticos medievales; pero en rigor, podemos aceptar que la organización de esos talleres misioneros nació simplemente como consecuencia lógica de las circunstancias en que se desenvolvió la vida de las Doctrinas: aquéllas fueron sin duda las que de acuerdo a lo más arriba expresado, condicionaron y favorecieron su organización: más aún, la hicieron indispensable.
No debemos olvidar, en este caso, la influencia o participación que sin duda tuvo en el planeamiento de los talleres la previa disposición del indígena para todo trabajo que llevase en si la idea de utilidad comunal; por ejemplo, la construcción de viviendas colectivas, durante la vida tribal.

III.– Instalación de los de talleres
En toda fundación hubo como es lógico un periodo durante el cual las instalaciones fueron forzosamente provisionales, sin exceptuar el local mismo destinado a los divinos oficios. La erección de una iglesia capaz y decorosa; del Colegio; de los almacenes y de las viviendas estables, requería, aún dentro del plan más elemental, un determinado plazo, durante el cual los talleres era forzoso fuesen también de instalación precaria. Por otro lado, gran parte de la suntuaria de los templos – retablos, altares, imágenes – era, por sus características muebles, factible de realizarse después de terminados los edificios; y no cabe duda de que en muchos casos así se hizo; por lo menos en los primeros tiempos de cada fundación. Pero una vez iniciado el taller en cada Misión, es evidente que se trató de dotarlo no sólo de los instrumentos y medios necesarios para el trabajo (abundan los testimonios de los envíos de herramientas, útiles, materiales, modelos, etc. desde Europa a las distintas Doctrinas, durante esa época) sino también de un local adecuado para el trabajo, y para la imprescindible vigilancia.
Los talleres flanqueaban, como consta en numerosos documentos (y como puede comprobarse aún hoy en los casos en que la planta de una Misión es reconstituible) el patio interior de la Casa de los Padres, contiguo a la iglesia. En algunas Misiones – San Carlos, San Borja – se distribuían sobre los cuatro costados de dicho patio, en aposentos o salas semejantes a las que servían de vivienda a los indígenas, y con sus correspondientes soportales. Esta planificación facilitaba la enseñanza, y también la vigilancia por parte de los Padres, necesariamente continua y minuciosa.
Los Padres pedían con frecuencia a los Superiores el envío de libros de arte. En los documentos correspondientes (permisos de embarque) encontramos a cada paso alusión a los libros que formaban parte del equipaje de los jesuitas viajeros; también hay constancia de numerosos bultos de libros que atravesaban el mar con destino a las Misiones; y en la casi siempre nutrida lista de las bibliotecas misioneras – Candelaria alcanzó los 3.500 volúmenes, cifra realmente considerable dada la circunstancia – los tratados de arquitectura y ornamentación ocuparon buen lugar: los había impresos y manuscritos. Las herramientas se traían de Europa. Durante algún tiempo, se pensó factible fabricar esos útiles en las propias Misiones, con el hierro en ellas beneficiado; pero se tuvo que renunciar, a poco andar, cuando la experiencia demostró que las herramientas fabricadas localmente no respondían en calidad a las exigencias mínimas. Se siguió pues importando esos útiles; fueron uno de los pocos rubros en los cuales las Misiones continuaron supeditadas a la provisión exterior.

IV. – Los jesuitas maestros
La Compañía de Jesús, dando una prueba más de previsión y sagacidad, no buscó maestros para sus talleres misioneros fuera de la Orden, salvo en los casos en que ello se hizo inevitable; los buscó, o los formó, siempre que fue posible, dentro de sus propias filas. Entre los documentos de la época hallamos a menudo solicitudes dirigidas desde las Misiones a la Superioridad pidiendo el envío de Hermanos duchos en tales o cuales oficios. A veces esos pedidos no pudieron ser satisfechos a su hora, pues no se disponía en el momento de miembros de la Orden aptos en tales menesteres: así sucedió por largo tiempo con los impresores solicitados para el establecimiento de la imprenta misionera, la cual por ello tuvo que retrasar su aparición; o con los vidrieros pedidos en la última época, y que jamás llegaron.
Muchos de los jesuitas poseían ya conocimientos artísticos antes de entrar en la Compañía; otros los adquirían luego de su ingreso, por propia iniciativa o a indicación de sus Superiores, cultivando disposiciones naturales, siempre "ad majorem Dei gloriam". Por otra parte no fueron raros los casos en que jesuitas sin mayores conocimientos teóricos sacaban fuerzas de flaqueza; y a falta de los necesarios y ausentes idóneos, se improvisaban, con buen éxito por lo demás, constructores, arquitectos y artesanos. Son aquellos de los cuales un cronista dijo: "Sin ser arquitectos, levantan muy lindos edificios". Un ejemplo de estas estupendas dotes de organización fue el Padre Florián Paucke (1).
En cada Misión había al principio sólo dos jesuitas, el Cura y el llamado Compañero – Paí Guazú, Paí Miní –. Más tarde, y conforme a las previsiones del P. Diego de Torres en su Instrucción Primera, este número aumentó en algunos casos hasta cinco – en Candelaria, sede del Superior, había seis en 1747 –. Con todo, fueron bastantes las Misiones en las que siguió habiendo sólo dos, y en el mejor de los casos, tres. De ellos, uno era Cura, y los otros, fuesen ellos Hermanos o Padres, eran Compañeros. Sobre estos recaía el peso de la enseñanza y dirección de los talleres; y hubo ocasiones en que un Padre Cura fue relevado de sus funciones espirituales, cediendo su lugar a otro Padre, para poder atender a la marcha de los trabajos, porque sólo él podía hacerlo eficazmente.
Entre los jesuitas maestros, los hallamos ciertamente no sólo conocedores de uno o más oficios mecánicos, sino también duchos en unas u otras artes y ciencias. Sus aptitudes eran a menudo enciclopédicas. Eran arquitectos, estatuarios, pintores, a un tiempo, como Brassanelli; médicos, pintores, escultores, músicos, orfebres, todo en una pieza, como Verger; escultores, escritores, metalurgos, músicos, a la vez, como Sepp; grabadores, impresores, lingüistas, todo junto, como Serrano; astrónomos y estrategas; pañeros y armeros; manejaban la pluma y el mosquetón. Esta multiplicidad de actividades hizo que el P. Miranda comparase a cada jesuita "con un Proteo". Y sólo en función de esa multiplicidad de actividades, asociada a una capacidad casi ilimitada de entusiasmo y esfuerzo, podemos comprender el milagro de la obra misionera.
Hemos de admitir, no obstante, que entre esos jesuitas dotados de múltiples aptitudes artísticas o técnicas, de inigualable capacidad laboriosa, fueron pocas las personalidades que, de haber seguido en el siglo, hubiesen podido destacarse compitiendo con los artistas de su tiempo. Los que han hablado de "celebrados maestros de artes y ciencias traídos de Europa para enseñar a los indios" han exagerado casi siempre, cuantitativamente cuando menos, llevados de un entusiasmo explicable. Como también exageró, con ingenua buena fe, el jesuita que comparó al Hno. Brassanelli con Miguel Angel; a no ser que lo hiciera solamente en el sentido de la triple disposición para las artes (arquitectura, pintura, escultura) que poseía ese Hermano.
Si exceptuamos a Primoli, de actuación notable antes de su llegada a América (y que por cierto no tuvo que restringir su actividad artística actuando en las Misiones como curador de almas o maestro); a Rivera y Grimau, arquitectos capaces; a Brassanelli, arquitecto y escultor hábil; a Verger, la Cruz y el mismo Grimau, pintores; a Sepp, músico; y algunos más a los cuales podemos atribuir categoría idónea, de los jesuitas gestores del arte misionero sería imposible afirmar en general que fueron artistas notables, aunque se hayan destacado en otros aspectos, vitales para la obra reduccional: el pedagógico, el organizador o el catequístico. De la mayoría de ellos no nos consta siquiera que fuesen alumnos de un imaginero o pintor famoso de la época. Lo que de sus biografías sabemos sólo autoriza a pensar – coincido con Pagano – que se trató, en la mayoría de los casos, de prácticos u oficiales aventajados de los talleres manieristas de entonces.
Difícil por ejemplo, trazar el curriculum europeo del P. Espinosa, arquitecto de los templos de las Reducciones del Guayrá; o del P. Antonio Palermo, arquitecto de Loreto. Los datos, repetimos, autorizan a opinar que se trató en los más de los casos de una capacidad improvisadora a la cual prestaron apoyo feliz la inteligencia, la industria natural, y el entusiasmo. El Padre misionero, en suma, y como dice Sepp (2) "debía ser, como San Pablo, todo para todos". Pocas veces podrá con más razón decirse que se trataba para el misionero, de colocarse "a la altura de la situación". Son a este respecto clarificadoras las palabras del P. Cardiel: "Para hacer la iglesia, la Casa de los Padres y las casas, es menester que el Padre sea el maestro y sobrestante; y como hay libros impresos y manuscritos que hablan de la facultad, a poca aplicación y práctica salen maestros"...
Ciertamente, no eran las circunstancias las más indicadas para que en las Misiones funcionase a plenitud una personalidad artística descollante. La esencia de la labor reduccional, como se ha visto, fue todo lo opuesto a la exaltación del individualismo creador. Un artista original e independiente no sólo no habría sido útil en esta tarea: habría planteado problemas de adaptación, tan perjudiciales a él mismo como a la obra de magisterio.
Pero el bagaje profesional más arriba señalado; bagaje a menudo, como se ve, modesto, y en ocasiones precario; que – siguiendo otra vez a Pagano – de haber seguido en el siglo sus poseedores, habría ingresado en la corriente amanerada y sin relieves de su época, aquí, al enfrentar un mundo nuevo, incorpora como en su lugar veremos, un módulo vital distinto, un sentido inédito, que inviste de golpe, la dimensión de la circunstancia.

V.– El indígena y el trabajo
Pese al dinamismo prodigioso del maestro jesuita, la obra misionera no es sin embargo concebible en sus características, y menos aún en su volumen, sin la intervención del indígena. Intervención que sin exageración puede calificarse de decisiva en el plano de lo cuantitativo: que resulta también definitivo en el momento de calificar el volumen artístico, ya que es ella la que imprime a éste acento diferencial.
Escogíanse para cada oficio o artesanía los indios más hábiles, "los que para ello mostraban disposiciones". Esto supone de parte de los Padres un ejercicio de lo que hoy llamamos psicología de la vocación. En éste, como en otros aspectos, fueron precursores.
Naturalmente, no eran todos los llamados; con más razón aún escasos los escogidos, en lo que al ejercicio de las artesanías superiores se refiere. Pero no eran estas últimas las únicas requeridas para la subsistencia de las Doctrinas; y así cada uno de los habitantes de las Misiones podía tener, y de hecho tenía, su lugar en el engranaje sencillo pero efectivo del mecanismo laborioso.
La organización del trabajo en cada Misión especialmente en lo que afecta a la labor de talleres, representa el primer gran triunfo de los Padres, si se tiene en cuenta la idiosincrasia del indígena, que hasta entonces había desconocido el trabajo como disciplina permanente y cotidiana. La actividad del indio fuera de las Misiones, o sea durante la etapa tribal, asumió siempre formas discontinuas y limitadas. Hacerle trabajar en determinada medida, con asiduidad y con método, hasta conseguir "que considerase una honra tener un oficio", más aún: que al sin oficio "los tuviesen por hombre vil", fue un prodigio de la pedagogía jesuítica. Indudablemente que el hecho de que los artesanos superiores fuesen considerados "nobles", por encima de los demás, y estuviesen exentos de tributación, debió también contribuir a ello, sensible como era el indio a los honores y prerrogativas.
No pudo sin embargo todo el empeño jesuita vencer ciertos obstáculos vinculados si no a la idiosincrasia, a los hábitos inveterados de la vida indígena: el artesano de Doctrinas, según se desprende de documentos de la época, no rendía sino una escasa jornada, que el ritmo lento de su trabajo hacía aún menos productivo. Aun así, vale la pena repetirlo, el volumen conjunto de trabajo fue enorme. El número suplió a la asiduidad.
La admiración ante el logro misionero crece cuando se considera que el indio se enfrentó a técnicas que ni aproximadamente había conocido hasta entonces. No sabía de la lucha con la madera o con la piedra sino en la medida necesaria para tender un arco o pulir un hacha. No había trabajado los metales, y de éstos no conocía sino el oro, del cual poseyó algún objeto; según parece, conseguido en sus tratos con los súbditos del Imperio incaico. Su cultura, en suma, no rebasaba la fase neolítica, aunque en algunos aspectos parece haberse hallado en una etapa de adquisición de nuevas técnicas.
Pero como habitante de un medio determinado, como individuo en lucha con un medio peculiar – enfrentado a problemas y misterios a los cuales debía, para sobrevivir, formular una respuesta, encontrar una solución – poseía nociones, una actitud ante la vida, una interpretación de su dintorno y de los hechos: una cosmovisión propia, en fin, al nivel primitivo. Modelado vivencialmente sobre un hábitat de perfiles peculiares, un clima, un paisaje, poseía matices propios en la fantasía y la pasión, un acento emocional e imaginativo peculiar; pasibles de expresarse, eventualmente, en síntesis creativas. Los Padres que lo convirtieron, pusieron en sus manos los instrumentos y le adiestraron en las nuevas técnicas, aunque sin permitirle latitud alguna para la expresión de su propia e intrínseca cosmovisión. Lo cual no puede extrañar, dados los principios que presidieron a la captación del indio, esencialmente dogmáticos.
Era lógico en efecto dados dichos puntos de vista, que urgieron la tarea reduccional, que el trabajo del artista estuviese consustanciado con los propósitos religiosos, como éstos con los sociales. De ahí la sustitución compulsiva de culturas; la llamada deculturación del indio, la transformación omnilateral de su sistema de valores, que si en algunos aspectos no llegó a ser tan completa como en la colonia, en otros aspectos como en el religioso fue absoluta, y no dejaba abierto resquicio alguno a la evasión. Cierto que en los primeros tiempos algunas modalidades indígenas fueron contempladas con tolerancia; pero esto sólo fue "mientras no los tuvieron convertidos", y desde luego esa tolerancia jamás se extendió hasta rozar lo teológico ni las manifestaciones litúrgicas, a las cuales el genio creador, dejado en libertad podía atentar inocentemente.
Pero no entra en los límites de este trabajo ocuparse de este aspecto histórico – cultural y social. Baste recordar que las Doctrinas y su organización tendieron a conservar los cuerpos y salvar las almas: que para estos fines no dispusieron otros medios que la religión y aquellas actividades que podían en más favorable medida propender a la conservación y confirmación de la fe.
El sistema de trabajo en los talleres de artesanía superior se fundó sobre la copia: el mérito de aquél se medía por el rigor de ésta. En tales condiciones no puede extrañar que no llegara a definirse un potencial de forma propio, y que la adquisición de nuevas técnicas no se tradujese sino muy limitadamente en nueva configuración psicológica.
El más somero examen de la obra misionera conjunta sugiere como ya se ha insinuado la magnitud cuantitativa y cualitativa del esfuerzo desplegado, que en cada instante parece haber asumido caracteres de emergencia colectiva. Ese volumen enorme de la obra misionera – es forzoso insistir sobre ello – da testimonio terminante de la existencia de un considerable núcleo de artesanos dedicados en cada Reducción al ejercicio de las artesanías superiores, y por tanto también y a pesar, o por encima, de lo expresado más arriba sobre la escasa diligencia del indio, una prueba evidente de que para el habitante de las Doctrinas, participar en la magna tarea de levantar la casa de Dios debió ser una ocasión de honor y orgullo a la cual no dejó de responder.
En la iglesia de la misión de San Miguel, honra y orgullo de Doctrinas, trabajaron mil indios durante diez años. En Jesús, cuya iglesia quedó inconclusa a causa de la expulsión (había sido comenzada en 1765) llevaban ya trabajando dos años nada menos que tres mil indios. El número, realmente considerable, de obreros no puede sin embargo extrañar, dado que eran muy numerosas también las faenas a desarrollar: había que obtener y acarrear los materiales, trabajar las maderas, escuadrar las piedras para sillares, o fabricar ladrillos; preparar la cal (en el caso de Jesús) con materias primas de difícil o por lo menos laborioso acopio; trabajar los relieves, tallar las estatuas de piedra que adornaban las hornacinas. (Debemos entender que en estos talleres las generaciones de artesanos se sucedieron más rápidamente que en Europa, ya que el régimen misionero imponía al indígena el matrimonio antes de los 20 años, con lo cual se dan por siglo cuatro generaciones por lo menos).
No faltan los testimonios relativos al fervor que en su tarea y pese a todo, ponían estos artesanos. "Son aficionadísimos a que resplandezcan con toda pompa y ornato sus iglesias" dice Parras. Por otra parte y ya en fecha temprana Jarque dice: "... instan a sus Curas para que les deje renovar la iglesia, o fabricar otra mejor"... "si ven en otro pueblo lámpara, retablo u otra alhaja que no tenga su templo, no paran hasta construir otro semejante, o mejor, fatigando sus fuerzas y quitándose el bocado de los labios, para que haya con qué comprar telas y piezas de plata"...
Son numerosos los relatos que ponen de relieve la paciencia, la perseverancia, la habilidad que los Padres hubieron de desplegar para conseguir que el indígena se acomodara a la relativa disciplina del trabajo mencionado, y se aplicase a la continuidad de un objetivo. El P. Florián Paucke nos ha dejado sobre el particular datos elocuentes, al referir en qué forma consiguió interesar a sus conversos, hacer que hallasen agradable el trabajo. Y aunque la labor del P. Paucke se desarrolló entre mocobies y no con guaraníes, no creemos errar, sobre todo teniendo a la vista otros testimonios que se refieren específicamente a éstos, al opinar que los informes del P. Paucke pueden, mutatis mutandis, darse por característicos del proceso psicológico y también de los métodos utilizados por los Padres en esa empresa.
Repitámoslo: no debió ser tarea fácil la de los maestros. Eran los indígenas, no sólo "inconstantes y noveleros" (3) también reacios a todo trabajo que exigiese contracción durable, continuidad. No pudo por ejemplo el jesuita conseguir de ellos que fabricasen habitualmente pan de trigo; porque "para el indio es toda una filosofía moler el grano, amasarlo, echarle sal y levadura, esperar que leve, arroparlo y cocerlo" (4) dice el mismo Cardiel. Por idéntico motivo no se pudo fabricar en Misiones tejidos de lino a causa del manipuleo de la fibra, a cuyo término no llegaba fácilmente la paciencia indígena. Pero en su sentido imitativo, y sobre todo en la excitabilidad de su fantasía; en su capacidad de maravilla, en su fe elemental pero intensa, encontraron los jesuitas cauce expedito para guiarle hacia el trabajo en los talleres, como un ejercicio del cual llegó a derivar integral satisfacción a su ingenua fe, y en el cual halló psicológicamente un motivo más para arraigar en su nueva situación.

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FRENTE DE LA IGLESIA DE LA MISIÓN DE JESÚS
(TERCERA ÉPOCA - PIEDRA)
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VI. – Régimen de trabajo
El indio no recibía paga por su trabajo en las iglesias. Ponían las instrucciones y ordenanzas especial énfasis en ello. "Por la iglesia, por suntuosa que sea, no debe pagarse al indio, porque se hace por cuenta suya, y no del Cura; y también la casa del Sacerdote" reza el Reglamento General de Doctrinas dado por el P. Provincial Tomás Donvidas, aprobado por el General P. Tirso en 1689. Pero esto para el indio no fue jamás motivo de extrañeza o molestia, por cuanto veía que el sacerdote maestro y artista tampoco derivaba beneficio personal de su esfuerzo, ni siquiera bajo la forma moral del reconocimiento de autoría. Consideraban como ya se ha visto la iglesia como algo entrañablemente común; una ofrenda conjunta a la cual cada uno debía contribuir con lo mejor que sabía y podía.
Es posible que este régimen, constituido en el primer siglo de la acción misionera sufriese después y eventualmente modificaciones. Por la Cédula Real del Buen Retiro, de 23 – XII – 1743, se estableció que "los indios contribuirían con una parte de sus importes personales al adorno y manutención de las iglesias" lo cual equivalía al refrendo de anteriores y básicas disposiciones en el régimen de Doctrinas (el Tupâmba’e). Por otra parte, Cardiel declara en su Relación que a los indios que trabajaban en los oficios mayores (pintura, escultura, dorado, grabado, imprenta) "se les pagaba mejor que a los demás". No especifica en qué consiste esa bonificación, pero en otros lugares se da a entender que ella consistía simplemente en una mayor participación en el prorrateo de los bienes comunes (alimento, vestido) ni más ni menos de lo que sucedía con otros oficios.
Este carácter ofrendario y gratuito del trabajo tuvo diversas derivaciones. Una de ellas, muy importante y ya señalada, fue el acrecimiento de las posibilidades de ornato y riqueza de las mismas iglesias, ya que no había que satisfacer costo de mano de obra, ni en el edificio mismo ni en su adorno exterior o interior; y los materiales primarios se hallaban, la mayoría de ellos, al alcance de la mano.
Los recursos disponibles pudieron así aplicarse a la adquisición de otros materiales imposibles de obtener in situ, y que por lo tanto era preciso importar: oro y plata para el dorado y plateado de altares e imágenes, para los vasos de altar, para los candeleros y lámparas; ricos tejidos para las vestimentas sacerdotales; colores finos para componer las pinturas. Otra consecuencia fue la conservación constante del buen estado de edificios y ornamentación, pues a la vigilancia permanente que sobre ellos se ejercía, había que añadir la prontitud y diligencia con que se hacia posible acudir a la más mínima muestra de deterioro.
Entre las tareas diarias cuyo detalle minucioso establecía el Reglamento, tenía el jesuita la de dirigir el trabajo de taller; (aparte su participación personal en la labor; participación que en algunos casos – Verger, Grimau,Cañigral, Sepp, Brasanelli, Diaz Taño – adquirió contornos y volumen extraordinarios). Esta vigilancia general e incesante fue indispensablemente personal en los primeros tiempos. Más tarde, ya estuvieron los Padres en condiciones de discernir quiénes, entre los obreros, ofrecían más aptitudes, especialmente cuando, transcurrido casi un siglo de los establecimientos iniciales, llevaba el indio ya varias generaciones de experiencia.
El trabajo, entonces, se organizó sobre bases menos agobiadoras, colocando al frente de cada grupo de artesanos al indio o indios que se habían mostrado más hábiles en el oficio. Estos sobrestantes o celadores del trabajo se llamaban Alcaldes: ayudaban al jesuita maestro, sustituyéndole en ciertos aspectos secundarios de la labor enseñante; vigilando el desempeño de los menos avezados e iniciando a los principiantes en los rudimentos del oficio.

VII. – La realización
Es evidente que la marcha del trabajo en taller siguió en líneas generales el patrón europeo, inclusive en lo que se refiere a la intervención de distintas manos en la misma pieza (realización mixta) encargándose el maestro posiblemente de la determinación de cánones y de la ejecución de las partes más delicadas – cabeza, manos – y el artesano indígena individualmente o en equipo de la realización del resto; o bien ejecutando el indígena la imagen en su totalidad una vez fijados los cánones y dándole luego el maestro los necesarios retoques.
Un estudio somero de las obras aún existentes permite discernir, a poco que se estudie, entre las imágenes y tallas conservadas, grados distintos de intervención del maestro; desde la imagen en la cual esa intervención es total, o la participación del indígena muy secundaria, hasta aquellas de mano exclusiva del indio sin intervención del maestro. Estas son ni que decir tiene, las más características, y estéticamente las más significativas. (Digamos de paso que entre las imágenes de este último apartado que aún restan, un crecido porcentaje pertenece al período inmediatamente subsiguiente a la salida de los jesuitas).
Parece probado que el artesano indígena no alcanzó, sino en muy contados casos, la capacidad técnica y la competencia profesional necesarias para que el maestro le confiase in toto la ejecución de una imagen o talla importante, limitándose por su parte a la vigilancia; no debió ser en cambio infrecuente esa confianza tratándose de trabajos de consideración subalterna (retablos para capillas de estancias, imágenes destinadas a las casas particulares indígenas).
Se ha aludido ya a la ausencia de iniciativa creadora en el indígena; y éste es uno de los puntos en que diversos cronistas en distintas épocas se muestran contestes. Afirma Sepp: "No pueden inventar ni idear nada absolutamente por su propio entendimiento o pensamiento, aunque sea la más simple labor manual, sino que siempre debe estar presente el Padre y guiarlos; debe darles, sobre todo, un modelo y ejemplo. Si tienen uno, puede estar seguro de que imitarán la labor exactamente. Son indescriptiblemente talentosos para la imitación..." (5). Otros testigos coinciden abrumadoramente:
"No tenían genio inventivo"... "Son sumamente despaciosos, y si se los apresura, se turban y echan a perder la obra"... Más explícito: "Es preciso vigilarlos continuamente para que no echen a perder el trabajo". Y un poco más adelante: "Todo han de hacerlo en el taller, pues si lo hacen en sus casas, lo hacen todo mal". Otros en cambio elogian la labor del indígena en la simple copia y se manifiestan sorprendidos de su eficacia a este nivel. Estas últimas constancias, que no son raras en lo que se refiere a la talla o la pintura (6) son más explícitas aún respecto a la letra de molde. Y los textos, copiados, que restan, prueban ciertamente que en este aspecto no exageró Sepp cuando escribió: "Hay aquí algunos misales escritos a mano por los indios, y no son diferentes de una impresión en Amberes, como ya muchos Padres se han confundido en esto, y tomado el escrito por una impresión en "cícero" (7). Las copias son realmente maestras. Lo mismo se afirmó de las copias a mano de los textos musicales. Sepp dice que "los músicos indios ya escriben también notas, que sus manuscritos parecen impresiones de Amberes, o de Aubsburgo..." No resultan tan convincentes los testimonios en lo que se refiere a los grabados. Y no porque las disposiciones que para este ejercicio demostraron los indios no fuesen sorprendentes; lo son, y en alto grado. Pero los observadores de ese tiempo cargaron el énfasis sobre los logros de la copia, sin echar de ver los rasgos que en esa misma copia, practicada con el prurito inmediato y genuino de la más exacta versión del original, denunciaban la influencia de la visión indígena, dando a esa versión un carácter peculiar. No es éste el lugar para una apreciación del grabado misionero, tal como nos aparece en esos restos escasos de su producción; pero acaso valiera la pena destacar cómo esas copias gráficas (grabados del libro de Nierenberg: de la diferencia entre lo temporal y lo eterno) ponen de relieve, en el terreno bidimensional del diseño, las mismas características que ofrecen la pintura y la talla de relieve o de bulto; a la vez que en su carácter de documento abierto al cotejo concreto (algunos de los modelos son identificables) permiten apreciar el grado de exactitud de dichas afirmaciones.
Al hablar de la falta de capacidad creadora puesta de relieve por el indio, debemos entender como tal, y ya a nivel superior, no sólo la lógica imposibilidad de suscitar cauces nuevos dentro de una corriente estilística – privilegio éste de los artistas descollantes – sino también la insuficiente aptitud para la coordinación y combinación válidas de elementos estilísticos dados, en una concepción unitaria. Aquí radica por lo demás la ausencia de participación del indio al nivel de la elaboración arquitectónica; a pesar de todas las ingenuas afirmaciones (de segunda mano todas) en contrario, jamás el indio fue autor del plano de un templo misionero. Por lo demás, creo es posible aventurar la idea de que nunca la intuición del artesano indígena alcanzó a la síntesis estética que supone la ceñida unidad de un retablo. Esto se refiere, naturalmente, a los altares mayores u otras piezas importantes de un templo, concebido éste como integración rítmica de los elementos de un estilo. Aún las copias directas de un modelo dado debieron sin duda ser dirigidas por el maestro, a causa de la tendencia del artesano indígena a la destrucción de los cánones. Aunque son muchos los testigos que ponen énfasis en la habilidad del indígena, las observaciones al margen dan a entender lo relativo de su formación académica: Sánchez Labrador, habla textualmente, de "la ignorancia científica de los indios". Lógicamente, esa ignorancia académica es pasible de resultar en piezas altamente expresivas; pero no debemos olvidar que en aquella época era el rigor en la copia lo pertinente; y es desde este ángulo que debemos apreciar los testimonios mencionados acerca de la idoneidad del artesano de Misiones. Por lo demás ningún testimonio de la época nos presenta a los indios sino como "armadores de retablos" o sea ensambladores; ni da a entender que en lo que se refiere a planificación de ornamentaciones, diese el maestro "la alternativa absoluta" a ningún, indígena.
No se descartan, en este terreno, y como más arriba se insinuó, posteriores posibles ensayos de menor envergadura, de los que podrían quizá hallarse rastros (capillas y oratorios) si la destrucción de este patrimonio no viniese siendo ya lastimosamente casi total.
Es lógico que a la mencionada incapacidad contribuyese la carencia de conocimientos estilísticos (sobre todo específicos y metodizados).
En las iglesias misioneras el indio fue simple copista, es decir, realizador de trabajos previamente determinados, y bajo la directiva del maestro: trabajos circunscritos en carácter y extensión. Fue, en suma, reproductor de síntesis prefijadas.
Ahora bien: estas copias, en la abrumadora mayoría de los casos, no fueron, como lo habrían sido de tratarse de un artesano más técnico y estilísticamente versado, reproducciones fieles de proporciones y detalles, y sobre todo de ritmos de conjunto. Aquí se plantea una de las cuestiones más espinosas y también más interesantes que puedan surgir del estudio de la obra misionera como expresión de un medio y un momento histórico dado, resultado del juego de circunstancias socio – culturales inéditas.
¿Hasta qué punto pudo reflejar en ella de manera ingenua pero vívida, la lucha entre los ritmos propios de la vieja cultura y la voluntad de forma propia, el lógico proceso hacia la "degradación", característica de toda aculturación (motivada en este caso particular, por factores idiosincrásicos antes que por factores de experiencia), urgiendo el pulso del artesano, reprimida o rectificada continuamente por las directivas de taller?
Son pocos los datos que respecto a la enseñanza en sí misma, no ya como simple trasmisión de técnicas, sino como comunicación de humanas experiencias, en esos talleres, nos han llegado; como luego se verá, sólo sabemos que el modelo vivo estaba excluido; que la copia, si algunas veces era de imágenes de bulto (o de cuadros, en pintura) y de boceto, otras, a menudo, fue, para pintura como para escultura, de simples estampas; pero debido precisamente, siquiera en parte, a esos factores, la participación indígena en la labor, y por tanto la obra resultante adquiere perfiles sui generis.

VIII. – Rango y condición del artesano misionero.
La situación o rango del artesano misionero – siempre dentro del marco de las artesanías mayores – podría en cierto modo y en general homologarse a la del artesano medieval, en los talleres monásticos; convertidos éstos, como señala Arnold Hauser, en "escuelas de arte" de su tiempo (8). La recuerda, en cuanto que aquellos jóvenes aprendices eran adiestrados para servir a las necesidades de las iglesias, monasterios y catedrales; y los artesanos misioneros lo eran para servir a los intereses de la iglesia de la propia Misión (o de otras, si así lo decidían los Padres). La recuerda también en lo que concierne al anonimato de la obra, aunque las razones para éste no fueran del todo análogas.
Difirió en cambio en otros aspectos, ya que el obrero misionero formaba parte de una máquina socio-cultural-económica, cuyos engranajes paternalistas no disminuían la rigidez teocrática. El obrero misionero no elegía su lugar de trabajo; el hecho de pertenecer, dentro de la rígida unidad de la Misión, a un cacicato, reducía en absoluto su movilidad voluntaria. Si salía de la Misión era por orden de los Padres, no por propio designio; a menos que esa salida tuviese carácter definitivo.
Ahora bien, ni estas restricciones ni el anonimato impuesto a su obra impidieron que dentro de ciertos límites, rodease al artesano una especial consideración. Se le liberaba de tributos; se le consideraba "noble" (no hemos hallado trazos de los signos que objetivaran, socialmente, esta "nobleza") (9) y en los últimos tiempos, y por Real Cédula hasta se le favorecía en el reparto de los bienes comunes. Todo ello evidencia esa consideración especial otorgada a los artesanos mayores; consideración que comenzaba por los padres y se proyectaba en el ambiente. No sería difícil hallar las razones. El artesano mayor manejaba las cosas sagradas; por sus manos pasaban los rudos materiales para convertirse en símbolos sagrados; su labor así investía peculiar, implícito carisma. (Hasta no hace mucho, el "santero" campesino se veía investido de una indefinida pero efectiva dignidad, que le venía de su "trato" con los santos, de su facultad de transformar los vulgares y cotidianos tarugos en símbolos adorables). Esta actitud fue favorecida, repetimos, por los Padres como recurso pedagógico; y no sería aventurado suponer que la insinuación de esa dignidad tuvo parte importante en la vocación y ulterior formación del artesano.
En otro plano, es de notar que la atribución o distribución por sexo de los oficios entre los indígenas, experimentó en las Misiones ciertos cambios, ajustándose al patrón español; así en las labores agrícolas participaban ambos sexos, encargándose el varón de la arada y la mujer de la siembra. Los alfareros, así como los tejedores, pasaron a ser hombres, sin duda porque la organización del trabajo en taller no permitía la actuación mixta; en el caso del alfarero, sobre todo, si se utilizó el torno, es lógico se reputase este trabajo como masculino; aunque sabemos que las mujeres trabajaban algunas veces en su casa haciendo cántaros. En cuanto al tejido, pasó a ser, en la mayoría de los casos (10) labor varonil, quedando a cargo de las mujeres únicamente el hilado.

IX. – Cuantía de la labor de talleres.
Una vez más se habrá de insistir en que, según los datos de las Cartas Anuas y otros (entre ellos los inventarios formulados al tiempo de la expulsión) en ninguna de las Doctrinas faltaban los talleres de oficios indispensables para la autosuficiencia, y además los de artes también imprescindibles. Así había talleres de tejido, zapatería, herrería, carpintería, alfarería, ladrillería, sastrería, imprenta, encuadernado, copia de textos; y también talleres de escultura, pintura, dorado, grabado, orfebrería, bordado, instrumentos de música, etc.
Estos últimos talleres atendían como es lógico, en primer lugar a la construcción de las iglesias y las subsiguientes necesidades de renovación y ampliación del ornato del templo del pueblo y las capillas dependientes de la Misión; secundariamente realizaban trabajos para otras Misiones de talleres ocasionalmente menos favorecidos (en algunas Misiones una mayor estabilidad temporal y con ella una más decantada experiencia, permitieron colaborar con otras Doctrinas, aportando, ya obras, ya artesanos, ya maestros). Varias de las Doctrinas estuvieron en constante actividad renovando su templo, deteriorado, envejecido o destruido por algún siniestro (estos casos de incendio no fueron raros: Santa María la Mayor se incendió en 1735 "con todas sus alhajas": por tanto hubo que reconstruir íntegra su ornamentación; Santa Ana se quemó en 1062, y el incendio destruyó los libros parroquiales).
La cuantía de la labor misionera resulta abrumadora, si se considera que aunque en cada Misión no hubo nunca más que una iglesia a la vez, ésta era "capaz como las catedrales de España" (las dimensiones verificadas lo comprueban) y estos recintos, que se aproximaban a veces a los 70 metros de largo por 30 y tantos de ancho, algunos de ellos de cinco naves y coronados por dos cúpulas, estaban cubiertos de arriba abajo de tallas y pinturas. Escuchemos a Sepp: "Cada pueblo tiene una hermosa iglesia grande, un campanario, con cuatro o cinco campanas; uno o dos órganos (construidos en el país) un altar mayor ricamente dorado, dos o cuatro altares laterales, un púlpito totalmente dorado"... (11).
Y un poco más tarde nos relata Cardiel: "No sólo los tabernáculos de los cinco altares habituales (alguna tuvo siete) sino también las columnas de las naves; las bóvedas, y todo el artesón, resplandecen con varias esculturas, colores y oro... Cinco son las puertas de las iglesias, y en algunas partes siete: tres en la fachada y las otras en la sacristía y en la casa parroquial".
Los altares de dos y a veces de tres órdenes, albergaban hasta quince imágenes de gran tamaño: en Corpus las figuras de la Ultima Cena eran de tamaño natural. Pueden calcularse en 4.000 las imágenes trabajadas en los talleres misioneros; pero las imágenes sólo representan una parte – si bien la más delicada o laboriosa – de la ingente obra total. La conocida descripción que De Moussy – a un siglo de la expulsión – hace de Santa Rosa, puede ser tomada como modelo de lo que fueron esas iglesias, que en la mitad de la selva ofrecían, en los esplendores y la magia del oro multiplicado por las luces, un anticipo de lo que para aquellas mentes sencillas era la gloria celestial:
"...Está construida de piedra, y madera, es decir que las paredes están edificadas con grandes bloques de piedra rojiza sin argamasa, y la techumbre, las columnas acopladas que la sostienen y el pórtico en forma semicircular están todos revestidos de grandes piezas de madera, con maravillosa obra de artesanía. La longitud total del edificio es de sesenta metros. Al entrar en el templo se siente uno sorprendido ante la riqueza y profusa ornamentación. El coro está de arriba abajo materialmente cubierto de estatuas de santos esculpidas en madera: un San Miguel dominando al diablo corona el arquitrabe del altar mayor. La cúpula, esculpida y pintada de rojo y oro, tiene en cada uno de los cuatro ángulos que forman los cuatro arcos que la sostienen (pechinas) la estatua de un papa. Las doce columnas de cada lado que sostienen la nave contiene la estatua de un apóstol de tamaño natural, y las siete capillas laterales no son ni menos ricas ni menos ornamentadas. Cuatro confesonarios, artísticamente esculpidos y pintados, ocupan los espacios que median entre las capillas. El baptisterio es un pequeño santuario adosado a las paredes de la iglesia; está enriquecido con un grupo escultórico de madera representando el bautismo de Jesús; la sacristía está emplazada en la cabecera de la iglesia; contiene un magnífico altar, sobrecargado de esculturas, y los grandes armarios apoyados en las paredes, están también esmeradamente tallados. Una fuente de mármol, rajada por algún accidente e imperfectamente restaurada, vierte el agua en un enorme jarrón de plata, única muestra de las riquezas de esta magnifica iglesia. La concha del pórtico está igualmente cuajada de ornamentos dorados y pintados. En la capilla de Nuestra Señora de Loreto se conservan cuadros magníficos, de mano maestra, representando variados motivos piadosos, y una colección de retratos de famosos jesuitas. Siguiendo el eje en dirección Norte hay una capilla de San Isidro Labrador, con un altar, estatuas y pinturas..."
(Santa Rosa fue, sin duda, una de las más hermosas iglesias; pero las hubo aún más ricas). De Loreto dice el Padre Oliver:
"... La iglesia es nueva, grande, con su media naranja bien pintada, con algunos pasos de la historia de David: el altar mayor es obra muy grande y hermosa, con diez estatuas primorosas; los cuatro altares laterales, con muy hermosas estatuas, obras todas del Hermano Brassanelli..."
Fueron obreros de las Misiones los que ayudaron a levantar iglesias en Córdoba, trabajando en esa ciudad varios años a partir de 1725; los que colaboraron en la erección de la Catedral de Asunción en 1717; los que en muchas ocasiones y en distintos puntos del Virreinato, ayudaron a construir fortificaciones o casas para las colonos, mientras ellos dormían al raso bajo la lluvia y el viento (no contamos aquí los servicios militares rendidos a la Corona por los indígenas de Doctrinas, porque no entran en esta categoría).
En la Misión de San Nicolás se construyó un hermoso retablo para el altar mayor de San Juan; en Santa Rosa se trabajaron cúpulas para la iglesia de Córdoba; en Santa María, el retablo para el Colegio de la Compañía de Buenos Aires, aún existente. También en Santísima Trinidad se talló y armó un gran retablo para Córdoba: retablo que se doró en julio de 1745. (Estos encargos, como se ve, procedían siempre de instituciones o templos de la Orden: entre los particulares en general no parece haber sido muy grande el prestigio de que como imagineros disfrutaron en la región los artesanos de Misiones; de la poca estima en que se tenían fuera de éstas sus trabajos hay más de un testimonio: las imágenes enviadas al mercado del Plata desde las Reducciones no se vendían, o se vendían a muy bajo precio). No insistiremos en este aspecto cuantitativo de la labor misionera, ya que sobre el particular se ha dicho ya bastante.

X.– Los talleres misioneros y las iglesias del área de encomiendas
No hay que descartar la posibilidad de que una parte por lo menos de la ornamentación de las iglesias del área parroquial, numerosas al parecer en el siglo XIX (más de cien se contaban al comenzar la Guerra Grande en 1865) haya procedido de Misiones ya bajo la forma de trabajos de encargo – los menos – ya a través de obreros de Doctrinas (esto último, lógicamente, se entiende en los casos de templos fundados en el primer tercio de siglo después de la expulsión de los jesuitas) ya finalmente mediante el traslado de piezas de Misiones a esos pueblos; casos que no fueron raros luego del desmantelamiento de que fueron objeto las cinco Misiones de la orilla izquierda del Paraná, por Francia; en el Archivo Nacional se halla documentado más de uno de estos desplazamientos de piezas mayores o menores desde las Misiones de la derecha del Paraná, donde se conservaban, a templos parroquiales. Estos desplazamientos, iniciados ya en tiempos de Francia (si los hubo antes, no hemos hallado, hasta el momento, noticia de ello) se hicieron más numerosos en tiempos de D. Carlos Antonio; seguramente porque en esa época fueron muchas las iglesias refaccionadas, como las de nueva planta, que requerían ser provistas; y también porque es posible que en los años transcurridos la artesanía de la madera hubiese visto raleadas sus filas. (Sin embargo, en esa misma época, vemos a menudo mencionados artesanos que restauran y recomponen altares, y a menudo realizan piezas enteras de la ornamentación: una de ellas, de la cual queda testimonio en archivo, es el púlpito dorado que se conserva en San Ignacio, y del cual sabemos que se estaba trabajando en abril de 1865). (12) Pero aún ciñéndonos al trabajo realizado para los templos de Doctrinas, la cuantía de la labor realizada es increíble.
Un recuento minucioso de las fundaciones da como resultado unos setenta templos, levantados de 1609 a 1767. Naturalmente no todos alcanzaron idéntico nivel de esplendor en plan arquitectónico y ornato; muchos no pasaron de la primera fase precaria; pero recordemos que ya los templos de las 13 Misiones del Guayrá, arrasados totalmente por los mamelucos entre 1632 y1636, fueron calificados por Céspedes Xeria de "lindas iglesias, que mejores no las he visto en los países que he recorrido, del Perú a Chile". Si se tiene en cuenta que esas iglesias fueron levantadas en 1609 a 1628, es decir, en un plazo de veinte años escasos, que fueron además los años iniciales de la adoctrinación – es decir, que los colaboradores fueron elementos de reciente conversión y reducción al trabajo – la maravilla salta a la vista.
Nada tiene de extraño, dadas las circunstancias señaladas, que en ciertas doctrinas y en determinados momentos la labor de unos talleres superase, en cuantía o en calidad, a la de otros. Recorriendo las Anuas y las crónicas de visitantes, hallamos que en estatuaria descollaron, en épocas simultáneas o distintas, Santa María La Mayor, Santa Rosa, San Juan, San Nicolás; en pintura, San Miguel e Itapúa; en imprenta y grabado, Santa María La Mayor, Loreto y San Javier; en campanas, Apóstoles; como en música se destacó ltapúa, y a lo largo de más de un siglo, la Misión de Yapeyú. En Trinidad, se llegó a fabricar órganos y espinetas.

XI.– Trasiego de maestros y artesanos
Buscando desde el comienzo la mayor eficiencia y el ahorro de tiempo y energías, allí donde todo era a base de esfuerzo personal, los padres en ciertas ocasiones organizaron talleres de reducciones recién fundadas o reconstruidas incorporándoles obreros adiestrados y experimentados en el trabajo en Misiones más antiguas, que en más de un caso fueron Misiones matrices. Y tampoco fue raro, ni mucho menos, el caso en que obreros pasaron de una Misión a otra para ayudar cuando la importancia o cuantía del trabajo así lo requería.
La escasez de maestros en las bellas artes hizo también que los pocos jesuitas realmente hábiles en tal o cual disciplina – arquitectura, pintura, escultura – hubiesen de estar constantemente trasladándose de una Misión a otra, enseñando o dirigiendo trabajos en cada una de ellas; constituyendo en suma lo que pudiera llamarse "cátedra ambulante". Así sucedió con Verger, maestro en Itapúa varios años y que luego pasó a otras Misiones; con Primoli, que atendió a las obras de San Miguel y Trinidad; Brassanelli, que trabajó en Loreto, Itapúa, San Borja, Santa Ana, San Javier, San Ignacio Miní; Grimau, que enseñó sucesivamente en San Luis, en Candelaria, en Santa María; y otros a quienes encontramos con ciertos intervalos, en distintas Reducciones.
No se descarta del todo la posibilidad de que en las Misiones actuasen, siquiera en número limitado, maestros y oficiales criollos o europeos. Hay vagos indicios de la actuación de estos elementos laicos en la labor misionera, que un estudio más detenido de estos aspectos, con acceso a fuentes aún no conocidas, podrá seguramente cristalizar en datos. Quizá a esos auxiliares se refiere Cardiel cuando habla en su Relación de "los españoles que residían en el recinto de las Misiones". Los archivos de Buenos Aires conservan testimonios de que en alguna época – hacia el final de las Misiones – nuestros tallistas laicos se trasladaron a éstas para trabajar en ellas. Es posible también – no hay hasta ahora indicios bastantes para precisarlo – que en los talleres misioneros se formasen en alguna época o momento artesanos enviados desde las Misiones y Parroquias de la colonia, para adquirir en ellos los necesarios conocimientos. Uno de esos indicios parece darlo el hecho de que en la factura del altar mayor de Capiatá interviniesen dos artesanos, uno de ellos el P. Adorno al que se da como "discípulo de los jesuitas". Pero Pablo Alborno (13) de quien tomamos este dato no indica la fuente.
El paso de artesanos de una Misión a otra y la trashumancia de los magisterios serían dos de las razones concurrentes al hecho de que en Misiones o iglesias coloniales distintas se hallasen trabajos de idéntica factura o diseño y en la misma Misión o iglesia obras de estilos flagrantemente distintos (14). Naturalmente, hay que tener en cuenta los factores modelarios ya mencionados y de los que enseguida se hablará más extensamente, y también el varias veces aludido trasiego de obras, posterior a la expulsión jesuítica.

XII.– Modelos
En su trabajo los artistas misioneros carecieron ostensiblemente de modelos directos. No sólo en lo que respecta al modelo vivo (las razones son obvias) sino también en lo que se refiere a las obras previas para trabajo de copia (nos referimos a modelos magistrales). Es verdad que obras de cierto mérito, de procedencia europea (española e italiana e inclusive francesa o flamenca) llegaron a Misiones como ya se dijo y de ello encontramos testimonio en documentos varios (aunque no es probable se diera aquí el caso del magnate, oidor de la Plata, que en 1747 mandó a las Misiones de Chiquitos como obsequio "grandes bultos conteniendo imágenes de los mejores maestros para modelos de aquellos talleres"). Pero las obras de maestros, si aquí llegaron, fueron con toda seguridad en número reducido y no se trata, en general, tampoco de obras de primera fila, a pesar de los elogios que aquí y allá encontramos dirigidos a algunas de ellas (por cierto que nunca se identifica al autor). Por ejemplo, "los cuadros de buena mano de religiosos de la Orden, que existían en la Misión de San Ignacio, y a los cuales alude Azara, o a los existentes en Loreto y Santa Rosa.
Estos retratos fueron muy probablemente de procedencia europea, ya que sólo allá podían tener su modelo (exceptuando claro está, los casos en los cuales pudieron ser copiados de retratos grabados). Es posible que fuesen así los de buena mano, a que se refiere Azara. El gusto de éste no sintonizaba sino los ritmos académicos, y por tanto no le habrían conformado pinturas de producción local (de sobra lo dan a entender sus juicios respecto a la ornamentación de las iglesias misioneras y sus imágenes, a las cuales califica de mamarrachos). Es pues casi seguro, repetimos, que ellos fuesen de mano europea; no lo es tanto que fueran de maestros, ya que no son ciertamente muchos los retratos de Generales de la Orden realizados por grandes pintores; y estos cuadros, es obvio, nunca habrían sido enviados a Doctrinas. Pueden haber sido, en todo caso, copias de esos retratos originales, realizados en Europa por pintores más o menos hábiles en el oficio. También podría tratarse de copias realizadas en las mismas Misiones, sobre grabados, por un pintor jesuita hábil (Brassanelli, Grimau). El campo queda abierto a las hipótesis.
Un dato que corrobora lo precedente, se halla en Sepp, quien al aludir a los objetos por él traídos y obsequiados, dice:
"Aquí puedes ofrecer honrosamente a un Padre Rector o un Provincial un cuadro que por su mala calidad lo llamaríamos un mamarracho: no lo apreciará menos que alguno en Europa, a quien obsequian la más hermosa obra de arte. Esto se puede explicar tan sólo en razón de que aquí hay máxima escasez de todas estas cosas...". Y agrega más adelante: "Un chapucero como Bauttas, Tu Merlen o Cols, seria considerado aquí como un Gallison, un Wurx u otro maestro de este calibre" (15).
Obras de los maestros españoles del Barroco (Murillo, Ribera, Zurbarán) no es imposible, pero sí dudoso, que pudieran permitírselas los recursos locales, salvo en algún caso aislado. Las obras importadas pertenecieron en su mayoría – y éste es un hecho común a la colonia en general y no privativo del área, aunque en ésta adquirió acento absoluto – a talleres secundarios (ello es en especial comprobable quizá en lo que afecta a la escultura). Talleres castellanos y andaluces (sobre todo estos últimos) y también italianos, que se encargaron de continuar la obra de los grandes imagineros por el cauce del manierismo. Es posible también que se haya importado en alguna ocasión obras – tanto de pintura como de escultura – del Altiplano y del Brasil. Algunas piezas supervivientes apuntan en esta dirección desde el punto de vista del modelo.
El escaso volumen de obras importadas para modelo no podía razonablemente surtir las demandas de los talleres locales. Hubo que recurrir a estampas, como se hizo en otras áreas coloniales; sólo que en mucho mayor proporción. Se realizaron cuadros sobre grabados; esculturas sobre pinturas y estampas. Esto explica, como se indicó, algunas de las características del arte misionero. También debieron de realizarse en cierta escala y a cierto nivel, copias de copias, es decir, copias de obras ya realizadas localmente, o copias secundarias. Y no descartamos, en lo que a escultura se refiere, los casos en que se importaron cabezas y manos de talleres europeos, acoplándolas a cuerpos de hechura local (no nos referimos acá a las "imágenes de armar" de las cuales llegaron a su hora también muchos ejemplares, que tal vez fueran reproducidas después) sino a imágenes de bulto en las cuales la realización magistral – en términos de taller – de cabeza y manos, no se corresponde en nivel artístico con la del cuerpo – movimiento, paños, etc.
Finalmente se importaron también, sobre todo de Italia, como en otros lugares se hizo, pequeñas imágenes, modelos de tamaño reducido, para ampliarlas; o simplemente, "bozetto" de barro cocido de los que vulgarizaron en América la obra de los grandes escultores – italianos, principalmente – y que llegaron en bastante número a América desde fines del XVII. El Aleijadinho – y también Goríbar, el famoso pintor quiteño – entre otros muchos, tuvieron seguramente conocimiento de ellos. No se descarta la posibilidad de que se hayan utilizado modelos de cera, como los creados y empleados por Leonardo y otros.
En la Misión de Apóstoles se encontró un molde de barro cocido para reproducir cabezas de ángel. Busaniche supone que las figuras así obtenidas pudieron haber sido empleadas para decorar frisos; pero no tenemos noticia de que en ninguna iglesia se haya utilizado la escultura en terracota como adorno, y sí solo en pisos (losetas con relieves; lógicamente, de escasa saliencia éstos). Esos ángeles, modelados por un maestro, pudieron haber surtido a los talleres de modelos para un trabajo en serie (casos de un motivo repetido en frisos, arcos; o simplemente en adornos para muebles, tales como brazos de sillones, coronamiento de respaldos, de nichos, armarios, etc.).

XIII.– Materiales artísticos
Para la realización de sus tallas e imágenes en madera, dispusieron los talleres en abundancia de materiales nobles, en las variadas y hermosas maderas del país. Se empleaban el tayí (tajivo) el urundey, el quebracho; pero para las pinturas o para las imágenes o tallas que debían llevar dorado o plateado, se usaba el cedro.
La imaginería jesuítica practicó los procedimientos de la encarnación, el estofado y el concomitante dorado o plateado, indispensables para la debida terminación de las imágenes y tallas. Los materiales – oro y plata – tuvieron que ser importados. (Lo de oro extraído de minas locales, no pasa de ser un mito de tantos como se han bordado alrededor de la empresa misionera). Supieron también estucar los encajes para dar el efecto de encajes tallados, que se observa en algunas imágenes. Conocieron, como se deduce de testimonios, el estofado sobre plata; algunos de los trabajos así realizados nos ha llegado.
No tuvieron tanta suerte con los materiales al utilizar la piedra. Los materiales de que dispusieron en esta rama fueron poco variados y escasamente nobles. Existen desde luego en el país materiales mucho más adecuados, pero los talleres misioneros no tuvieron acceso a ellos, por alejados o quizá simplemente por desconocerlos, o no haberlos podido experimentar. Principalmente empleado fue el asperón amarillo, rosado, rojo – piedra de fácil talla, pero también de escasa resistencia al tiempo y la intemperie; el granito, y una roca semejante al basalto: "seguramente la que Holmberg llama melafira". Hay noticia de que en alguna misión se empleó la esteatita o "piedra jabón" y en pequeña medida fue utilizado el mármol: en Santa María de Fe pueden aún apreciarse unas estelas talladas: con motivos florales una, la otra con el anagrama de la Virgen, en mármol verde veteado; y hay constancia de que conocieron y trabajaron algunas otras variedades de este material. Pero no llegaron a la etapa de la utilización del mármol en las construcciones mismas, y no sabemos de qué templo o capilla formaron parte las mencionadas estelas.
No hay constancia de la existencia en esta área de trabajos en estuco, que fueron corrientes en el Altiplano. Fuera de Misiones, los altares de material no fueron raros; pero parece pertenecieron a una época más avanzada, cronológicamente quizá desde fines del XVIII en adelante (16). Hay noticia de varios realizados a mediados del XIX (San Roque, en la capital; San Lorenzo, Sma. Trinidad, obra del italiano Ravizza, en 1856 etc.). Esos altares en los casos en que se ha podido comprobar (Caapucú, San Roque) fueron de argamasa sobre una previa armadura de ladrillo (17).
En cuanto a la metalistería se refiere, y con excepción del hierro, del cual parece llegaron los jesuitas a explotar yacimientos, todos los metales necesarios – cobre, estaño, plomo, oro, plata – hubieron de ser importados; aunque hay indicios de que en alguna época se intentó beneficiar el cobre, la empresa no adelantó.
Importadas fueron las herramientas; por lo menos las necesarias para los trabajos más delicados. Las que se fabricaban en Misiones con hierro local o traído del exterior no resultaban del todo adecuadas, según testimonio de Jarque: lo cual no es de extrañar, ya que la artesanía metalúrgica en Misiones no pudo rebasar cierto nivel técnico.
En los mismos talleres se preparaban las pinturas (temple, óleo). Es sabido que en aquellos tiempos no se conseguían los colores ya preparados y listos para su uso, como hoy día; los artistas obtenían sólo los materiales para componerlos, y los preparaban ellos mismos en sus respectivos talleres, haciendo a veces de la preparación de un color determinado un éxito personal y un secreto individual o de taller, que se guardaba celosamente.
Los jesuitas carecieron, dada la época, de la versación técnica necesaria para obtener pinturas adecuadas a las nuevas condiciones climáticas. Ya observa Jarque que "pocos son los colores que acá llegan sin alterar, por lo que son muertas las pinturas, y luego pierden su viveza". Parece sin embargo que los jesuitas trataron de poner remedio a esos inconvenientes; y hasta, según datos, recurrieron para ciertas pinturas de techos, etc. a los conocimientos que los indígenas tenían de algunos tintes vegetales a través de su práctica en el teñido de tejidos.
Algunos escritores locales – o extranjeros que han seguido a éstos ingenuamente – han supuesto que esos tintes vegetales fueron utilizados en los cuadros. Pero es positivo que esos tintes en ningún caso pudieron ser ingrediente eficaz en pintura al óleo, ya que aparte de ser transparentes y carecer de cuerpo, su deterioro ante los agentes externos es inevitablemente rápido.
En cambio es probable que algunos de esos colores vegetales y algunos otros de procedencia igualmente local pero de origen mineral, como caolines y ocres, se empleasen en pinturas al temple; así fueron pintados por ejemplo los techos y hornacinas de San Ignacio y de San Cosme y San Damián (en San Ignacio los motivos no fueron solamente florales; había otros, como ángeles músicos o recogiendo flores; el decorado del techo cubría 1600 tablillas, hoy desaparecidas totalmente). De lo que esas pinturas fueron, pueden dar una idea las que aún se conservan en las iglesias parroquiales de Yaguarón y Capiatá, realizadas en la misma técnica (18). Se ha dicho inclusive cuáles fueron las materias colorantes vegetales empleadas: yrybú retymá (negro), yerba mate (verde) urucú (rojo); (sería no obstante conveniente un análisis que rubricase científicamente esta afirmación). En el techo de San Cosme se emplearon seguramente ocres de procedencia local.
En el Museo Nacional de Bellas Artes de Asunción existe un cuadro pintado por el artista paraguayo Saturio Ríos en 1865 "con tintes del país" según constaba en una tarjeta caligrafiada que acompañó a dicho cuadro durante mucho tiempo, y hoy perdida. El retrato se conserva en buen estado a la distancia de un siglo. Hay que advertir que los colores están protegidos por un barniz, seguramente también de tradición local, ya que nos consta que los jesuitas usaban ese barniz resinoso para proteger las pinturas al temple. Ello demuestra no solo la practicidad de esos materiales, sino también la existencia de una tradición local creada seguramente por ese ejercicio en los talleres misioneros, y transmitida a las áreas contiguas.
En la pintura sobre tela se empleó casi siempre lienzo de algodón – los indios mostrábanse reacios, como ya se ha expresado, al laboreo del lino, y los lienzos de este material tenían que ser importados –. El lienzo de algodón se presta mucho menos para la pintura, y esto ha repercutido muchísimo en la conservación deficiente y desaparición temprana de las pinturas misioneras. A menudo también sin embargo se pintó sobre madera, continuando la tradición del soporte en tabla. Estas son, en las pinturas misioneras, de espesor variable según las dimensiones del cuadro: medio centímetro a centímetro y medio. Se empleaban tablas de cedro, recubiertas como los lienzos, de una capa de tiza diluida en cola. Esta imprimación de cuño tradicional puede observarse en las pocas pinturas existentes aún. Como se deduce de lo más arriba dicho, se pintaba también al fresco (una muestra la tenemos en el mural de la capilla de Loreto, en Santa Rosa; mural por otra parte desfigurado primero totalmente por los retoques y hoy deteriorado por completo).
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Al lado de la pintura y escultora propiamente dichas, reintegradas en Misiones al nivel artesanal del Medioevo, florecieron las demás artesanías, de diversas categorías creativas: orfebrería, mueblería, instrumentos musicales, metalistería, tejidos y bordados, cerámica, trabajos en cuero, trabajos en asta o guampa; para sólo mencionar las artesanías alzadas, por sus rasgos creativos, por encima del nivel puramente utilitario.
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XIV.– Orfebrería
En talleres de Misiones se labraron o cincelaron la inmensa mayoría de los vasos preciosos y alhajas del culto. En algunos casos se importaron vasos de gran valor, destinados a ocasiones religiosas principales – Corpus Christi, Semana Santa, etc.– o a prestigiar el tesoro litúrgico de una Misión. Es posible que alguna de ellas poseyera alhajas importadas, donadas por devotos. Pero la mayor parte de los vasos sagrados y alhajas fueron trabajados en las propias Doctrinas.
Es más que seguro que no existieron nunca la copiosa vajilla del culto ni las alhajas de oro de que habla Azara: al menos en la profusión oriental que los relatos sugieren. Quizás Azara olvidó que no es oro todo lo que reluce. Sin embargo en el inventario de los ornamentos de Misiones que reproduce Aguirre (19) hallamos unos seis cálices de oro distribuidos en los 31 pueblos de Misiones (y podemos suponer sin malicia que ese número fue originalmente mayor), 106 cálices con patena de plata labrada y sobredorada; para no citar los facistoles, frontales, candeleros, jarras y bandejas de plata labrada, dorada o no. Este inventario se hizo años después de la expulsión, cuando ya ese patrimonio había sin duda sufrido merma.
Conocidos son los factores que contribuyeron al empobrecimiento de los templos, en medida diversa, pero en todos los casos desgraciadamente eficaz: el abandono de la vigilancia y atención constante de los templos a la salida de los Padres; el saqueo durante las guerras; la recogida de las alhajas de las iglesias por Francia (a pesar de eso algunos de los templos siguieron siendo ricos) la segunda recogida bajo los López; el nuevo saqueo durante la Guerra Grande; y el subsiguiente, lento, pero efectivo, despojo a lo largo de los años, desde entonces y hasta hoy, cuando la depredación de las reliquias misioneras, realizada por los propios nativos, adquiere caracteres escandalosos.
Es indudable que el volumen de la orfebrería misionera fue impresionante; y los especímenes de ella que se conservan en Museos extranjeros – en el país son muy pocas las piezas identificables – permiten afirmar que los artesanos indígenas llegaron a ser habilísimos en estos menesteres. Pero repitámoslo: podemos estar seguros de que nunca existieron los candelabros de "oro macizo", altos "como columnas" que denunciaron algunos, sobrados de imaginación cuando menos (es posible se haya confundido esos candelabros con los de plata, algunos altos de vara y media y algunos quizá sobredorados, que adornaban las mesas de altar).
Lo más probable es que se tratara de los gigantescos portacirios de madera tallada, estofada y dorada, altos, si, algunos de ellos, como columnas de retablo (dos metros) que existieron en varias iglesias; de los cuales aún puede verse, en Museos o colecciones particulares, algún raro ejemplar; ya desnudo de sus áureos esplendores por el tiempo y el mal trato.
La plata y el oro para los talleres orfebres venían, como en el caso de la escultura, del Perú y de Potosí. Eran de los pocos materiales que las Misiones, autosuficientes en tantos aspectos, se veían en el trance de importar.

XV.– Tejido y bordado
No es de desdeñar el nivel alcanzado en las Misiones por la artesanía del tejido; por lo menos, en lo que a la cantidad se refiere; así como en el bordado y encajería; actividades todas de las cuales quedan testimonios en diversos autores.
Técnica tan necesaria en la vida cotidiana como lo es el tejido, no podía menos que recibir atención especial de los Padres al organizar los talleres. Por otro lado el indígena poseía ya cierta pericia en esta artesanía: el tejido figuraba entre las técnicas de preconquista, y ello facilitó seguramente la rápida adaptación del obrero a esta labor. Al principio se trató sólo de conseguir los tejidos necesarios para el consumo de la población de las Reducciones: tarea no pequeña desde luego, ya que una de las principales preocupaciones de los Padres fue vestir a los indígenas reducidos, considerando el vestido inseparable del remodelado moral.
En 1626 hallamos en Itapúa en plena actividad al Padre Andrés de la Rúa, natural de Jadraque (fallecido en Yapeyú en 1657) que implantó telares que aprovechasen "el algodón cosechado en la Reducción, con que fue cubriendo la desnudez de los indios". A partir de la fecha fue ésta una de las artesanías más activas.
Los materiales se obtenían localmente: el algodón era producto de las cosechas (de antiguo el algodón paraguayo se ha distinguido por lo excelente de su fibra) y la lana procedía de las ovejas localmente criadas. Las disposiciones tomadas por los Padres para organizar el trabajo de hilado (a cargo de las mujeres) para surtir los telares, son demasiado conocidas para que hayamos de recordarlas aquí. Hay noticia de que en las Misiones se llegaron a fabricar tejidos de lana y algodón de diversos tipos y clases: lienzos, bayetas, paños, etc., sencillos, gruesos, de hilo torcido, en variedad de colores; de modo a cubrir no solamente las necesidades de la población con las exigencias de la vestimenta femenina y sobre todo la masculina – camisas, calzones, jubones o chalecos, ponchos de lana y algodón, etc.– sino inclusive el servicio de los altares (manteles) sin contar los ornamentos – albas, estolas, sobrepellices, etc.–; pero siempre existió una lista de telas ricas (damasco, terciopelos, tisúes para dalmáticas, casullas, capas, cortinados) que hubo que importar. Aunque en las Misiones no se llegó a realizar tejidos de lujo, los bordadores, y en especial los tejedores especializados, se adiestraban lo suficiente para poder reparar o reconstituir esos tejidos, cuando las piezas sufrían deterioro. Consta por otra parte que del tejido de algodón "se mandaba algo a Buenos Aires, para comprar lo que era necesario para el pueblo y para el ornato de la iglesia". Es decir, que existía un excedente de producción. Este extremo se halla confirmado por los inventarios al tiempo de la expulsión de los jesuitas. En ellos consta que en esa fecha existían en los almacenes de algunas Misiones cantidades de tejido que podemos considerar importantes; tal vez destinadas para la venta a las provincias de abajo; tal vez simplemente como reserva para emergencias. En los depósitos de la Misión de Loreto se hallaron "1.000 varas de lienzo y 1.000 de paño de lana"; en los de Concepción, 10.946 varas de lienzo ordinario y 392 varas del fino; en Mártires, 1.000 varas de tejido y 1.300 varas listadillo.
Los colores eran vegetales. (No tenemos datos acerca de si los jesuitas introdujeron modificaciones o mejoras en estas técnicas). Los indígenas conocían desde tiempos prehispánicos el uso de los mordientes, también naturales, consiguiendo tintes durables y vistosos.
En cada Misión había un taller donde era confeccionado y reparada la ropa del culto (mantelería de altar, roquetes, albas, estolas, casullas, capas, sobrepellices, etc.). Estos talleres estaban principalmente a cargo de mujeres, aunque el tejido era artesanía preferentemente masculina. Estas mujeres realizaban bordados y encajes necesarios para el adorno de esas prendas. Había también bordadores varones. Se bordaba en seda y en hilo de plata y oro. Sin embargo, es positivo que, de cuando en cuando al menos, se hacían venir prendas de esta clase del exterior. Un testigo habla de la habilidad con que las mujeres misioneras "tejían el punto de Flandes". Es muy posible que en esos talleres tuviese foco de aculturación importante el encaje de Tenerife, aclimatado bajo el nombre de ñandutí y elevado al rango de artesanía representativa merced al especial carácter que le imprimió el espíritu indígena. La delicadeza del encaje lo hace especialmente adaptable al ornato de manteles de altar y de otras prendas del culto. En Misiones seguramente tuvieron su arranque muchos motivos utilizados en otros estilos de encaje, también muy arraigados (malta, horquilla) en que hasta hoy es visible la huella renacentista.
Años después de la expulsión, un inventario de la ropa de culto y objetos afines, hecho en los trece pueblos de la gobernación paraguaya, daba como resultado un número considerable de casullas y capas de coro. (57 y 18 respectivamente en San Ignacio Guazú – a más de 6 dalmáticas – 55 y 21 en Santa Rosa; 52 y 22 en San Cosme; 59 casullas en Concepción; 56 en Santa Ana; 61 en San Carlos; 45 en Jesús; 54 en Trinidad; 46 en San Miguel; 50 en San Juan). De este enorme volumen de ornamentos sólo se conservaban un siglo después 2 o 3 casullas en museos o templos bonaerenses. Pero aún si hemos de juzgar por esos poquísimos ejemplares sobrevivientes, es preciso aceptar que la artesanía del bordado en oro y plata alcanzó en Misiones brillo extraordinario, rindiendo piezas de gran belleza.

XVI.– La artesanía del mueble
Como derivación lógica del arte del retablo debe considerarse, en su técnica como en su funcionalidad inmediata, la mueblería desarrollada en Misiones. Esta en efecto fue de carácter y destino casi exclusivamente vinculado a lo religioso, ya que los hogares indígenas nunca dispusieron sino de las comodidades más elementales (hamacas, taburetes, algún baúl o caja) (20).
En general, las sillas de labrados respaldos, los ricos sillones de brazos cuyos espaldares eran a manera de pequeños frontis de retablo; de brazos y patas caprichosamente tallados; los roperos semejantes a grandes sagrarios; los marcos de rico y pesado diseño, fueron privilegio exclusivo de los recintos sagrados (sillas de confesonario, sillones de presbiterio o de coro, escaños, roperos y cajonería de sacristía, marcos para cuadros religiosos). De este lujo, sólo disfrutaron en escasa medida los Colegios y Casas de los Padres. Para encontrar el mueble profano en cierto nivel de esplendor hemos de trasladarnos a la Colonia, donde las condiciones socio económicas y culturales eran muy diferentes.
En esta mueblería, en la cual no tenemos noticia de que figurasen muebles importados (salvo quizá en pequeño número, para modelos), hay motivo para suponer, en base a los ejemplares existentes, que se dieron todos los grados de inspiración y ejecución; desde los de diseño más rico hasta los relativamente sencillos; y desde los de realización más cuidadosa a los de ejecución ingenua. Entran a tallar en esta gradación, no sólo la importancia del destino asignado a la pieza, sino también la versación del artesano, el lugar de realización, y la fecha de ésta.
El volumen superviviente no es muy nutrido, y la mayor parte de él se halla en Museos del exterior. Muy poco es lo que puede localmente verse. En conjunto, de estos muebles puede afirmarse, en palabras de Tudela (citado por Furlong) que son "muebles españoles" aunque el medio introduce en ritmo y carácter su acento inconfundible, y eventualmente y siguiendo la afluencia aluvial de los modelos, hayan podido darse formas de reflejo portugués o francés. Desde luego la variedad de formas parece haber sido bastante menor en esta mueblería que en la colonial, debido a la menor complejidad o variedad de los usos y el infinitamente menor número de usuarios; los muebles de uso más profano: mesas de arrimo, consolas, escritorios, bargueños, parecen no haber existido; o si existieron, debió ser en número mínimo.
El indígena aportó a este trabajo su conocimiento de las buenas maderas de la tierra, que el maestro europeo comprobó y ratificó. Las piezas existentes permiten afirmar que a esta mueblería de destino sagrado en general se dedicaba especial atención, como a otra pieza cualquiera del ornato de las iglesias; y el obrero puso en ellas, como en el resto de sus actividades, toda su habilidad

XVII.– Trabajos en guampa y cuero: marroquinería
Había en las Misiones – no sabemos si en todas o sólo en algunas – talleres de objetos de cuero o guampa. Esta es una artesanía de origen netamente europeo, y de las más antiguas por cierto; la palabra cerámica es curiosa ejecutoria (21) de esa antigüedad remota, al documentar el empleo primitivo de ciertas astas como vasijas, sin contar el empleo de ellas como instrumentos musicales o de señales (cuernos de pastor, cuernos de caza, etc.). Su total transculturación es un hecho obvio.
La lista de Objetos propios de esta artesanía era limitado y ceñido al estrato o nivel más utilitario: peines, vasos – tanto más útiles cuanto livianos e irrompibles – recipientes para yerba; etc. Ello no obstó seguramente a que en ellos y en medida diversa reflejara el artesano su fantasía; desgraciadamente no se conserva ejemplar alguno de esos trabajos.
La procedencia y naturaleza del material utilizado – cuernos vacunos – llevó consigo la selección de los motivos decorativos; motivos todos relacionados con el buey y la vida rural; eventualmente con el caballo, bestia de viaje, asociada lógicamente con la vasija que el jinete prendía a su cinturón. Así parecen atestiguarlo las piezas actuales, descendientes colaterales de las misioneras (que tuvieron por lo demás su réplica en la colonia). Manifestaciones últimas de esa artesanía misionera son en efecto, y según toda probabilidad, las folklóricas guampas correntinas, cuyo último refugio artesanal parecen ser las cárceles paraguayas.
El desarrollo de la ganadería alimentó sin dificultades esta artesanía, cuya decorativa hasta hoy discurre dentro del marco de los motivos sugeridos por la vida de estancia, el caballo, el buey, la carreta, el gaucho, la doma.
Otra de las artesanías que alcanzaron vuelo fácil en los talleres misioneros mediante la abundancia de materia prima, fue la del cuero. Aparte de constituir el material de las artesanías del calzado y de la talabartería, cultivadas en cada Misión para satisfacer necesidades de los propios habitantes (más en el caso de la talabartería, pues el indio era refractario a calzarse, y el calzado parece haber sido objeto de exportación), el cuero se utilizó también al nivel de la finalidad artística, para el complemento y acabado de muebles como sillas y sillones, escaños, taburetes y cofres.
Esta artesanía se desenvolvió paralelamente en la colonia, favorecida por las mismas circunstancias, y alcanzó cuantitativamente mucha mayor importancia. De ello dan fe documentos del archivo, la tradición de esta artesanía seguía siendo floreciente a mediados del siglo pasado. La guerra del 65 – 70 y posteriores influencias culturales la marginaron.
Esta artesanía siguió la técnica y motivos de los talleres españoles de ascendencia morisca, a cuyos motivos tradicionales se sumaron los de cuño renacentista. En los muebles supervivientes – pocos o ningunos dentro del país – vemos desarrollados tanto motivos renacentistas puros como motivos netamente andaluces. La tradición continuó mucho después de expulsados los jesuitas y desintegrados los talleres. El tiempo y la desidia han arrasado con los que fueron sin duda a su tiempo numerosos ejemplares de esta noble artesanía. Si alguno se conserva, es, como sucede con otros productos de la habilidad e inteligencia del artesano misionero, en Museos del exterior.

XVIII – Metalurgia y cerámica
Aparte del hierro, que alimentó las artesanías de fragua, especialmente la campesina, se trabajaron en las Misiones otros metales, como el cobre, ya en si mismo, ya en aleación (bronce de las campanas). Alguien ha dicho que se benefició yacimientos locales. Sabemos que el P. Sepp intentó beneficiar el hierro, y también el cobre, pero no hay noticias de que se llegase a gran resultado práctico. Ambos metales se siguieron importando en cierta escala. El P. Sepp se refiere categóricamente a la escasez del hierro (22). Con más razón escaseó el cobre; pues si de hierro llegaron a explotarse yacimientos a mediados del siglo XIX, (23) de cobre no se conoce hasta ahora en el país mina beneficiable. En todo caso en las Doctrinas se fundieron las campanas necesarias (en alguna Misión hubo hasta 20 de distintos tamaños; y algunas de bastante peso).
En el aprendizaje de la alfarería se contó con la propia experiencia del indígena en esta artesanía, Los guaraníes habían sido excelentes alfareros – este ejercicio corría a cargo de las mujeres –. Como puede apreciarse en las piezas conservadas en Museos (entre ellos el Etnográfico de Asunción), habían alcanzado una gran pericia en la manipulación del barro, obteniendo formas geométricas de gran tamaño, línea desenvuelta y airoso ritmo, tanto más dignos de admiración, cuanto que estas obreras jamás conocieron el torno; y trabajaban las piezas por el procedimiento del colombín o rosca, sobre una esterilla. La habilidad adquirida en el trato con el barro antes de la llegada de los españoles se traspasó integra a esta nueva etapa artesanal. Nos resulta sin embargo imposible, por la falta de datos, establecer en qué medida en las Misiones la alfarería benefició de los elementos técnicos occidentales; torno, hornos, etc. Que el torno fue utilizado puede darse por seguro, ya que lo fue el torno de carpintero, y resulta lógico pensar que las dos artesanías beneficiasen del nivel técnico importado, en forma equivalente. Que se usaron hornos lo prueba igualmente la existencia hasta hoy, de uno de ellos, en el cual se cocieron cacharros, en Trinidad (24).
Se llegaron a fabricar piezas de molde (cabezas de ángel) lo cual supone el conocimiento de la técnica de moldeo; también se fabricaron por el mismo procedimiento baldosas con relieves para el piso de los templos.
En las ruinas misioneras se han hallado fragmentos de loza y esto ha llevado a algunos, como Busaniche (25), a suponer que en las Misiones se fabricó loza. Las listas misioneras de oficios no mencionan sino alfareros y por otro lado la fabricación de auténtica loza supone la existencia de instalaciones especiales que no habrían dejado de figurar en los inventarios hechos a la salida de los Padres. En Córdoba, aún en 1723 los Padres comían en platos de barro no glaseados (esmaltados). "Solo desde esa fecha y gracias a los buenos oficios del Hermano Klausner pudieron comer en platos de peltre". El Padre Sepp, en su "Relación de Viaje..." habla de unas vasijas muy curiosas, "que eran de puro barro y sin embargo estaban sólidamente cocidas; por dentro eran completamente lisas como esmaltadas: los indios llenan estas vasijas de agua; en la calurosa época del verano cuelgan la vasija al aire durante la noche..." Es posible que esa superficie que al P. Sepp le pareció "como esmaltada" estuviese simplemente engobada y pulida, como hasta hoy se engloban y pulen interiormente ciertas escudillas y jarritas, y, exteriormente cántaros y otros objetos.
Sin embargo varios hechos justifican la presunción de que en las Misiones se fabricó por lo menos cerámica vidriada. Aún a principio del siglo XIX, según testimonio de Mariano A. Molas (26), se trabajaban en Misiones "cacharros vidriados con un barniz obtenido con plomo batido en yema de huevo, con lo cual el tiesto tomaba una coloración jaspeada de verde y amarillo"; o sea algo muy semejante a ciertas cacharrerías populares españolas obtenidas con procedimientos parecidos. Si es así esos procedimientos, no pudieron ser sino restos de una tradición cerámica de talleres reduccionales: en la colonia no la hubo; y debieron pasar a ellos a través de maestros – jesuitas o no – levantinos o andaluces. Esta artesanía desapareció luego del todo, seguramente a consecuencia de la guerra del 70. Dicha fabricación no requiere instalaciones muy especiales, aunque sí un mayor esmero que la cochura corriente de tiesto desnudo. Que habían llegado los obreros misioneros a cierta habilidad en este trabajo, parecería probarlo el dato referente a la pila bautismal de San Javier, que, según testimonios, era "de barro vidriado en verde". Pero esta atribución queda en eso: mera hipótesis.
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Con los elementos materiales citados a lo largo de esta recensión; materiales no ciertamente numerosos tomados en conjunto, se desarrolla la labor, apoyada en la capacidad del indígena converso, cuyo resultado es lo que llamamos barroco hispano guaraní.

NOTAS
1) GUILLERMO FURLONG: en su Prólogo a Florian Paucke, S.J. y sus Cartas al Visitador Contucci. (1762-1764) Casa Pardo, Buenos Aires, 1972.
2) P. ANTONIO SEPP: Relación de un viaje a las Misiones Jesuíticas. Ed. Universitaria de Buenos Aires, Colección América, Tomo I, 1971.
3) MAGNUS MORNER: Actividades políticas y económicas de los jesuitas en el Río de Plata. Buenos Aires 1968, pág. 144.
4) P. JOSE CARDIEL: Relación de las Misiones, 1747.
5) P. A. SEPP. V. s. pág. 215.
6) P. A. SEPP. V. s. id.
7) P. A. SEPP. V. s. pág. 205.
8) ARNOLD HAUSER: The Social History of Art. Vintage Books, New York, 1958.
9) A no ser que se tratase de la condición de Hidalgos reconocida a los caciques, cuyos hijos eran preferidos para las artesanías mayores.
10) Hay noticias de casos en que los tejedores fueron mujeres; así lo dice Sepp (obra citada).
11) SEPP, V.s.
12) Archivo Nacional de Asunción. Documentos inéditos, volumen.
13) PABLO ALBORNO, Arte jesuítico de has Misiones Guaraníes – Biblioteca de la Sociedad Científica del Paraguay. Nº 9 Editorial Guaraní, Asunción, 1944.
14) A juzgar por las piezas jesuíticas conservadas en las Misiones de la orilla derecha del Paraná; ya que la ornamentación de las de la orilla izquierda es y seguirá siendo un misterio.
15) Anotamos, no sin escrúpulo, estos nombres, de cuya exacta ortografía no puede responderse, ya que se trata de pintores desconocidos. El nombre BAUTTAS recuerda vagamente a BOUTTATS, el ilustrador de DE LA DIFERENCIA.
16) En las Misiones no se halla ningún altar de este género. Los que existen pertenecen al área franciscana.
17) La autora pudo comprobar este extremo perfectamente en la demolición del altar de Caacupú en 1959 para dar paso a un nuevo altar, éste en horrendos mármoles simulados.
18) Esta técnica es la misma empleada hasta épocas recientes en las pinturas de interiores de nichos.
19) Las descripciones que se hacen de los hogares indígenas (SEPP, principalmente) dan idea de lo elemental del confort en ellos.
20) AGUIRRE. Diario.
21) KERAMOS: en griego, cuerno; evidencia el origen de este nombre en el de las vasijas de guampa, características de una cultura pastoril.
22) P. ANTONIO SEPP. V.s.
23) Altos de Ybycui, de 1849 a 1869, con mineral de los yacimientos de Caapucú y San Miguel.
24) Estaba aún en pie en 1972.
25) HERNAN BUSANICHE: La Arquitectura en las Misiones. Ed. El Litoral, Santa Fe (R. A.) 1955.
26) MARIANO A. MOLAS: Deecripción Histórica de La Antigua Provincio del Paraguay. Ediciones Nizza. Buenos Aires. 1957.
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Fuente: EL BARROCO HISPANO GUARANI por JOSEFINA PLA. Editorial del Centenario S.R.L. Asunción, 1975. Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY
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1 comentario:

  1. despues de tanto buscar encontré datos del indio Yapari....GRACIAS...hay fotos de los grabados???

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